En esta era de ingratitud, desconocimiento e incertidumbre, poco tiempo hay para lo de antes. A la gente parece no interesarle nadie ni nada de lo que ocurrió hace más de cinco minutos. Y así nos va. En estas pinceladas de memoria para desmemoriados quisiera resucitar al que fue verdadero ídolo de su tiempo, don Antonio Machín. El recuerdo del simpático cubanito que nos endulzó la posguerra y enamoró a nuestros abuelos con su timbre meloso perfumado de hierbabuena y gasógeno, no aparece por ninguna parte. Nadie habla ya de él ni mucho menos de sus contemporáneos, su público no existe. Y a sus nietos ni les suena.
El eco del máximo trovador que tuvimos se hundió en la espesa bruma del tiempo. Como en aquel verso de Gerardo Diego: «Nadie se detiene a oir tu eterna estrofa olvidada». Las gardenias, los angelitos negros y otros evocadores argumentos de conquista quedaron sepultados en la fosa común de la indiferencia. Casi cincuenta veranos después de su desaparición, no parece haber nadie que invoque al fantasma romántico de Machín para que regrese con sus vetustas maracas, aunque sea por una vez más, a arrullarnos con sus bellísimos boleros de algodón y miel. En lugar de un más que merecido recuerdo sentimental in aeternum, éste es el salario que le entregamos. A Machín le han despojado de cualquier oportunidad para reconquistarnos. Y lo peor es que lo hemos permitido todos, arrojando al abismo del olvido las llaves de nuestros corazones oxidados. Ahora que nos hacía más falta que nunca.