Armenteira, allá donde el tiempo se detuvo

El monasterio gallego fundado por el «santo durmiente» y que sirvió de inspiración a Valle-Inclán

Carlos Arévalo
Acompañado por las extensas plantaciones de uva albariño y la acariciadora fragancia de los bosques de eucalipto, el viajero se adentra en el término municipal de Meis perteneciente a la provincia de Pontevedra, en plena comarca del Salnés. El tramo que conduce al monasterio de Armenteira cuyos orígenes se sitúan en el siglo XII, es una variante espiritual del Camino Portugués, enclavado en la llamada Ruta de la Piedra y del Agua, denominación que toma de los viejos molinos existentes en la zona.

Envuelto en una bruma y una llovizna constante, tan típica de estos bucólicos parajes gallegos, el viajero divisa a lo lejos el vetusto y sacro templo mientras, bajo sus pies, se oye el incesante rumor del río Armenteira que adopta el nombre de este lugar mágico. Un sendero lo conduce hasta la entrada a la finca donde se erige el monasterio de Santa María de Armenteira, tan encantador como desconocido -afortunadamente- para el gran público. Al atravesar el arco de piedra principal presidida por la escena en relieve de la fundación de este lugar, el tiempo parece detenerse de inmediato como si se cruzara una puerta a un pasado remoto y espectral donde nada ha cambiado. Una luz de estampa ancestral pinta en tonos grisáceos las musgosas piedras de estos muros centenarios, impasibles ante el paso de los siglos.


Por fortuna para el viajero apenas hay visitantes en el interior del austero templo, de manera que puede detenerse y observar tranquilamente cada detalle sin el incordio que le produce la presencia de turistas y peregrinos. De estilo románico, con el correr de los años se añadirían elementos góticos, renacentistas y barrocos como suele suceder en este tipo de edificaciones religiosas. La iglesia presenta una planta basilical de tres naves y en su fachada luce un espléndido rosetón que ilumina el interior, rebosante de paz y ensoñación. Anexo al templo también se puede recorrer el bello claustro construido en 1779, según reza una inscripción en una de sus piedras.


La fundación de este cenobio data de 1149 y a su creación le acompaña una leyenda que, dejando de lado las cuestiones de fe, vale la pena recordar. Cuenta la historia del noble caballero llamado Ero que pidió permiso al rey Alfonso VII para dejar las armas y construir un monasterio en honor de la Virgen María y así cumplir un deseo divino, ya que aseguraba que ésta se le había aparecido en sueños para aconsejarle tanto a él como a su esposa que al no tener hijos, fundaran un monasterio y, de esta manera, legaran una descendencia espiritual al mundo.

Una vez edificado el monasterio, fue Bernardo de Claraval -venerado posteriormente como San Bernardo- quien envió a los frailes necesarios para crear esta nueva y modesta comunidad con Ero al frente como primer abad y que, con el tiempo, se vincularía a la orden del Císter.


La leyenda continúa, recogida también por Alfonso X El Sabio en su Cantiga 103, cuando Ero paseaba un día por el exterior del monasterio absorto en sus dudas y pensamientos y tras pedirle a la virgen en sus plegarias que le permitiera ver, al menos un instante, lo que era el Paraíso, de pronto, escuchó el canto de un mirlo. Al terminar el pajarillo de cantar, regresó al monasterio pero una sensación extraña le hizo darse cuenta de que había estado sumido en un profundo sueño durante trescientos años y, allí mismo, murió. La Iglesia católica lo convirtió en San Ero de Armenteira, al que se considera «el santo durmiente».


Por su implicación como benefactor e impulsor de la reconstrucción del monasterio a partir de los primeros años sesenta del siglo XX, aquí yacen los restos del médico don Carlos del Valle-Inclán, nombrado, por cierto, Marqués de Bradomín por el rey Juan Carlos I como gratitud a la universalidad de la obra literaria de su ilustre progenitor, el escritor don Ramón María del Valle-Inclán que precisamente escribió su poemario Aromas de leyenda inspirándose en este lugar. Sirvan como ejemplo estos versos pertenecientes al poema Clave VIII. Ave Serafín:

«Una llama en el pecho del monje visionario
ardía y aromaba como en un incensario:
Un fulgor que el recuerdo de la celeste ofrenda
estelaba, con una estela de leyenda.
Y el milagro decía otro fulgor extraño
sobre la ermita donde moraba el ermitaño».


Fue en 1989 cuando los frailes abandonaron el monasterio al anunciarse la llegada de un grupo de monjas cistercienses que, desde entonces, mantienen viva la esencia original de este refugio sagrado de silencio y recogimiento que también cuenta con una hospedería. Paula, una de las hermanas que aquí residen definió el espíritu de esta congregación con estas bellas palabras:

«Un monasterio es un agujero negro que por su fuerza poderosa, momento a momento, nos va atrayendo hacia el centro (...) Aquí no hay noche ni luz del sol, entonces, no hay tiempo. Al entrar en el agujero negro, todo es eternidad».

Al abandonar este evocador escenario y resguardado bajo la tupida parra del cercano café Comercio, el viajero contempla nuevamente ensimismado, la magnética estampa del monasterio. Un cartel anuncia el festival de jazz que acaba de celebrarse por décimo año consecutivo en esta encantadora localidad. Mientras, un orballo, afilado y fino como minúsculos estiletes de plata, atraviesa el manto de niebla que envuelve el paisaje, sumiendo al viajero, todavía más si cabe, en esta hechizante leyenda que se remonta a tiempos inmemoriales.

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