La lluvia, Porter y yo

Carlos Arévalo

Llueve en Madrid. Adoro la lluvia. Huele a tierra mojada, a ron añejo y a tarde de nostalgias. Desde mi ventana la veo caer, fina, constante. Empapa las paredes blancas del patio y se desliza, atrevida, por los cristales. Mientras escribo suena la voz inflada de Cole Porter con su orquesta eterna. Banda sonora del cine de la niñez de nuestros abuelos. Anything goes, You're the top, Night and day, C'est magnifique. Melodías acariciadoras en blanco y negro del mejor Hollywood. Antes de la llegada de las prisas, de la vida urgente, de la locura. Se me agolpan los fotogramas de teléfonos blancos y piscinas con forma de riñón. Cocktail-party en una mansión de Santa Mónica. Rubias peligrosas con cara de no haber roto un plato. Galanes de esmoquin y fijador. Sonrisas blancas como la nieve de las postales de Navidad. Y en el centro del salón, los músicos amenizan la velada. Alrededor las parejas bailan o toman una copa en mesas bajas con mantel de tela y una lamparita íntima, discreta.


Tarde perfecta con letra de Underwood. Las teclas suenan ahora más suaves, no es la música rotunda y solemne de las viejas máquinas. Trato de recordar aquel olor del aceite y de la tinta pero no lo consigo. Las máquinas de escribir son ya animales mitológicos de nuestra literatura. Incómodas y románticas. Me encantan estas tardes lluviosas. Por la otra ventana veo la calle desierta. Las acacias solitarias y desnudas están recién duchadas. No pasa nadie. Algún coche se desliza lento de vez cuando. No queda mucho tiempo de luz, una hora como máximo. Quizá algo más. I love París, Begin the beguine. ¡Qué música! Si tuviera que elegir diez canciones para una tarde de lluvia, algunas serían éstas. Sensuales, atemporales, abrigadoras. Seguro que a Porter también le encantaba la lluvia.




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