Balder, un creador artístico puramente intuitivo

El popular ventrílocuo madrileño triunfó en América y construyó también sus propios muñecos originales

Carlos Arévalo

Fotografías: Santos Yubero/ Museo Nacional del Teatro


Este madrileño de cuna, paseó su gracejo castizo por medio mundo, dándole voz y vida a sus originales muñecos que confeccionaba de manera artesanal y totalmente autodidacta. Se llamaba en realidad Eugenio Balderraín Santamaría, de ahí lo de Balder, y nació en 1878 en el humilde barrio de Lavapiés, concretamente en la calle de Miguel Servet. Su abuelo paterno se dedicaba a la construcción y fue uno de los protegidos del todopoderoso Marqués de Salamanca, y su padre tenía un próspero negocio de cerrajería y fundición. Allí, en el taller familiar, veía alguna vez a legendarios toreros como Frascuelo, Lagartijo o Mazzantini participar en amenas tertulias con maestros de obra que aparecían por aquellas reuniones. Era un Madrid pequeño de aguadoras y faroles de gas, donde todavía no existían las verjas del Retiro y el barrio de Salamanca aún se estaba construyendo.


Hasta los doce años en que murió su progenitor, estudió en las Escuelas Pías de San Fernando y luego forzosamente tuvo que ponerse a trabajar para sostener la economía familiar sin dejar de estudiar en academias nocturnas. Aunque a él le hubiera gustado ser ingeniero, hasta los veinticinco años se dedicó al comercio como representante de acreditadas firmas internacionales que le proporcionaron pingües beneficios. Después, despertó en él la vocación teatral, comenzando como actor aficionado en el extinto Casino del Pacífico que dirigía el comerciante Faustino Nicoli y continuando como partiquino en la compañía de la eminente actriz María Tubau y, más tarde, en la de Ricardo Viñas.


A Balder le causó tal impacto la actuación del afamado showman y transformista italiano Leopoldo Frégoli en el desaparecido teatro Apolo de Madrid, que quiso ser como él. Debut y despedida pues el cómico madrileño andaba muy bien de voz pero no daba la talla a la hora de vestirse de mujer, así que actuó una vez y abandonó aquel propósito imposible. Un buen día, en una barraca situada en la plaza de Antón Martín, descubrió a un ventrílocuo llamado Juliano cuyo arte le cautivó, así que pronto compró unas articulaciones, cabezas y otros fragmentos de maniquíes y se puso manos a la obra hasta que fabricó sus propias criaturas.



Debutó en el madrileño teatro de La Latina en 1906, pocos días después del terrible atentado contra el rey Alfonso XIII y su esposa Victoria Eugenia en el día de su boda. Precisamente Balder residía en la calle Mayor número 35, a unos metros de donde se produjo la explosión causada por la bomba que lanzó el anarquista Mateo Morral desde el edificio donde se ubica el restaurante típico Casa Ciriaco.


De apabullante inspiración creadora, sus muñecos más famosos fueron don Cleto -el favorito del ventrílocuo- que era un castizo ebanista con bastón y hongo, la simpática y elegante señorita doña Cañerías, Gaona chico un flamenco trajeado y con sombrero cordobés que era capaz de cantar y tocar la guitarra -llamado así por el célebre torero mexicano Rodolfo Gaona- o el pequeño Kiriki, un niño repipi y cabezón, todos ellos fabricados por él hacia 1915 gracias a sus dotes innatas de carpintero, a su inigualable destreza aplicándoles ingeniosos mecanismos para articularlos y a su buen gusto vistiéndolos con los mejores trajes. Posteriormente los presentaría como la Orquesta Criolla Madrid-Buenos Aires, inspirándose en el país donde también obtuvo formidables triunfos.


En Madrid consiguió inolvidables éxitos en teatros emblemáticos de entonces como el que hubo en el parque del Retiro -donde trabajó durante la llamada Gran Guerra-, el Romea, el Lara o el circo Price de la plaza del Rey entre otros templos del espectáculo. Aquel artista hecho a sí mismo que siempre improvisaba sus diálogos con sus personajes y los hacía interactuar con el público, alcanzó sonados triunfos durante el primer tercio del siglo XX y recorrió nuestro país, primero, y América y Europa después, llegando a actuar en castellano, inglés, francés, italiano y portugués al lado de estrellas internacionales como la bellísima bailarina Cleo de Merode, el payaso y acróbata Ramper o la bailaora Pastora Imperio y codeándose con reyes, actores, toreros, escritores o pintores.


Tal fue su fama y prestigio, que participó asiduamente en entonces novedosos programas radiofónicos y grabó algunas de sus simpáticas parodias y números cómicos en varios discos de pizarra e incluso escribió un Tratado de ventriloquía publicado en 1910. Dicen que fue el primer ventrílocuo en afeitarse el gran bigote que estaba de moda y que a ellos les servía para ocultar el movimiento de los labios en sus actuaciones. Balder rivalizó con otros gigantes del oficio como Francisco Sanz, Ricardo Richiardi o Felipe Moreno (tío del productor y también ventrílocuo Jose Luis Moreno, alma de otros entrañables muñecos como Macario o Rockefeller).


Eugenio Balder contrajo matrimonio con una mujer llamada Rosa Montesinos, con quien estuvo 32 años casado. Fue una figura verdaderamente querida en el mundo del espectáculo y sobre todo una persona que derrochaba amabilidad y buen humor aunque, durante sus últimos años, ya viudo y retirado de los escenarios, paseaba su tristeza y soledad por las calles de su adorado Madrid, asistiendo diariamente al teatro o al cine para no quedarse a solas con sus recuerdos.

 

En un semisótano de la calle de la Cruz, 18 mantuvo durante décadas su taller de artesano, donde creaba, reparaba y almacenaba sus muñecos y donde, al jubilarse, seguía acudiendo un par de veces por semana a visitarlos y conversar con ellos.  Como tan bien plasmó el escritor Alfredo Marquerie en los siguientes versos, Balder siempre fue consciente de la hechizante -y algo turbadora- relación que surge entre creador y personaje, algo que les sucede a todos los ventrílocuos.


«Tú no respondes, ventrílocuo;

lo hacen por ti tus muñecos,

los autómatas, que tienen

vida propia, sangre, nervios,

porque, sin saberlo, eres

su esclavo más que su dueño».


El carismático Balder fue encontrado muerto en su céntrico piso madrileño un día de noviembre de 1964, tras sufrir, al parecer, un repentino ataque cardíaco. Sus restos reposan en la Sacramental de Santa María sin que prácticamente nadie recuerde su talento artístico pues si ya en sus últimos tiempos, lamentablemente estaba casi olvidado, cabe imaginar la improbable supervivencia de su figura más de seis décadas después de su desaparición.


Poco antes de morir, el ventrílocuo declaró la intención de quemar sus muñecos para evitar que terminaran en un puesto del Rastro o descuartizados en cualquier lugar pero afortunadamente no se cumplió ni su voluntad ni su temor pues actualmente se encuentran a buen recaudo en el Museo Nacional del Teatro en Almagro donde se exhiben al público o, mejor dicho, se volverán a exhibir cuando dicho centro reabra sus puertas tras el largo período de reforma al que está siendo sometido. 


El legado de Balder, como el de otros olvidados nombres que nos brindaron su arte para entretenernos durante tantos años, merece un reconocimiento público como éste, siendo conservado y divulgado para el conocimiento y disfrute de las nuevas generaciones.




Artículo Anterior Artículo Siguiente