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El faquir portugués Marco Patrocinio en un instante de su arriesgado espectáculo nocturno. Foto: JO |
Carlos Arévalo
Todo ocurre en una
apacible noche estrellada de verano en un pueblo costero al sur de Portugal.
Junto a un viejo castillo se anuncia la actuación al aire libre de un faquir.
Poco a poco la plaza se va llenando de curiosos que acuden para presenciar el
exótico espectáculo del desconocido personaje. Exactamente a la hora señalada,
las diez y media, aparece el protagonista de la velada, un hombre moreno con
barba de unos cincuenta años, extremadamente delgado y con los músculos
perfectamente definidos. Descalzo y con el torso desnudo, tan sólo viste un fino
pantalón oscuro. Ante la inquieta mirada de los presentes y colocado en el
centro de la plaza, dispone parsimoniosamente en círculo de los atípicos
enseres que va a necesitar -alcohol de 96º, algodón, un martillo, un botellín
de cerveza, afilados estiletes, una raqueta sin cuerdas…- a ritmo de distintas
músicas que él mismo va programando desde un pequeño equipo portátil. El
entretenimiento está servido.
Los faquires cuyo
significado en árabe define a los pobres y a los mendigos místicos fueron
originariamente santones mahometanos o hindúes, ascetas convencidos, a los
que se les atribuían poderes sobrenaturales al realizar ejercicios de
mortificación sin exteriorizar dolor alguno y capaces de experimentar con
fenómenos de catalepsia controlada. La clave de su destreza
radica únicamente en el equilibrio entre cuerpo y mente, dominando al detalle
sus músculos, respiración y voluntad. Cuentan los libros que las primeras
nociones de faquirismo que se tuvieron en Europa, las trajo a finales del siglo
XVII un médico holandés llamado Dopper tras un viaje a la India. Por
extensión, dicho término también se vincula al mundo circense donde los faquires
logran mediante sus impactantes números, la sugestión del público.
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Los faquires parecen no sentir las llamas del fuego. |
Este experimentado faquir
callejero de nombre Marco Patrocinio viaja en plan nómada por
los pueblos turísticos portugueses. Lo hace en una furgoneta sucia y
desvencijada, en cuyo interior alimenta al pequeño Mauri -su hijo de apenas
cuatro años-, con un humilde plato de arroz que el niño devora sobre una cama
angosta y deshecha que ocupa el único habitáculo del destartalado vehículo. Es el precio de la vida bohemia de un
auténtico faquir.
Una vez aparcada su furgoneta y su pena, se transforma en mago del fuego y ofrece, al caer la
noche, sus buenas dosis de mortificación corporal caminando sobre botellas rotas,
tragando impactantes llamas y restregándoselas por brazos y torso o rechazando
con su abdomen, afilados cuchillos que, a petición suya, deja caer sobre él
cualquier espontánea.
Otros de los momentos más
aclamados de su show consisten en clavarse largas agujas en la piel o en
introducir su cuerpo en una raqueta de tenis desde sus pies y sacarla por la
cabeza, teniendo para ello que dislocarse un hombro a propósito y volviéndoselo
a colocar posteriormente. Cincuenta minutos más tarde, apelando a la buena fe y
al carácter generoso del ciudadano luso y de los turistas más desprendidos, el
osado faquir pone fin a su intervención estelar.
Así, a cambio de algunos
donativos voluntarios, este gladiador de la vida pelea por hacer en cada
jornada una caja suficiente para sobrevivir y continuar brindando su
apasionante atracción elaborada con las más epatantes recetas ancestrales. Con
el único amparo de la negra noche y de los entusiastas aplausos del público,
Marco Patrocinio se despide hasta la próxima ocasión y, recogiendo sus
bártulos, aúpa a su hijo en brazos y se dirige lentamente a su viejo refugio
móvil, donde probablemente le leerá a Mauri una historia de piratas hasta que
se quede dormido.
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El número de introducirse de pies a cabeza a través de una raqueta es uno de los más impactantes del show. |