Día 25 de marzo de 2018, domingo
de Ramos. La ciudad amanece con un sol radiante que luce, al menos, hasta el
mediodía, hora en que el viajero inicia su trayecto. El coche, un turismo azul
metalizado y con unos cuantos años ya, está preparado desde el día anterior: El
depósito lleno de gasolina, la presión de las ruedas comprobadas y el equipaje
listo. En un compartimento interior hay agua fría y chicles para refrescar el
camino; también un puñado de discos de música melódica pues el viajero no suele
escuchar la radio en distancias largas. Conoce perfectamente la ruta entre Madrid y La Coruña porque la ha hecho decenas, quizás cientos de veces; es
un viaje agradable pero habitual. Con la mejora de la red de carreteras españolas,
desde hace muchos años, ya no se pasa por los pueblos; así desgraciadamente se
pierden anécdotas pero afortunadamente, se gana seguridad.
Es a la altura de la Puerta de Hierro, parrilla de salida de
la Cuesta de las Perdices, donde el
viajero pone su reloj y su cuentakilómetros en marcha aunque no abre la
ventanilla por miedo a que se le escape la primavera. Son las 13:30 horas y hay
pocos vehículos en la carretera. Pronto se ve a la derecha, sobre los peñascos
de Torrelodones, el palacio del Canto del Pico, construcción de apariencia
hechizada y llena de historia. Allí murió, repentinamente en 1925, el político Antonio Maura, sirvió de sede al Mando
Militar Republicano durante la guerra civil y perteneció posteriormente al
general Franco. Un poco más adelante
pero en la mano izquierda, está la torre de Los Lodones, familia que dio nombre a tan ilustre municipio y que
el viajero apoda cariñosamente «el castillito». La gran cruz del Valle de los Caídos marca solemnemente
el territorio colindante mientras Madrid va quedando irremediablemente atrás. El
paisaje semiurbano desaparece para dar paso a la naturaleza caprichosa y
silvestre.
El túnel del Guadarrama se asemeja hoy al túnel del tiempo pero no en el sentido
cronológico sino en el meteorológico pues las nubes negras empujadas por el viento racheado, oscurecen las alturas de una sierra moteada por la nieve. Los paneles
electrónicos de la autopista anuncian previsión de nevadas. Adiós al sol y a
las gafas. El viajero sube de pronto el volumen de la música, le toca el turno
a una canción que le gusta: «Cómo
llenar mi tiempo». Desde
que salió de la capital suena la poesía nostálgica y enamorada de Jose Luis Perales. Pinos y matorrales
flaquean el camino durante un largo trecho. Tres cigüeñas revolotean al cruzar
el río Voltoya, son hermosas pero no
hay tiempo para la distracción. El peaje del Guadarrama evita subir el sinuoso
puerto y sirve de antesala a la llanura castellana que se antoja extensa,
monótona y entumecedora. Para combatir esta situación, un ejercicio
recomendable y educativo es fijarse en los nombres de los pueblos aunque ya no
se pase por ellos. La señal que indica salida 102 pone Sanchidrián, Salamanca y
Jemenuño; éste último le hace gracia
al viajero. En lontananza se divisan apiñados grupos de árboles, desnudos, como
impasibles ante la aparición de la primavera hace tan sólo cuatro días. Más
letreros que avisan de las ciudades importantes de Castilla y León: Valladolid,
ciudad monumental; Palencia, tierra
de campos; Zamora, ruta de la plata;
León, ciudad histórica…
Una bandada de pájaros –el viajero
piensa que son gorriones pero no le ha dado tiempo a verlos bien y
probablemente sean golondrinas– dan la
bienvenida de nuevo al sol, que penetra tímido y amable por el cristal del
coche, obligando al conductor a ponerse otra vez sus gafas. Al pasar por la
desviación de Olmedo, nadie puede
evitar pensar en el legendario caballero que cabalgaba por estos lares en la
imaginación de pretéritos literatos como Lope de Vega, que trasladó el mito al
papel. Después aparece Arévalo, el
pueblo con el que el viajero comparte apellido y en el que, no se sabe por qué,
jamás se detiene. El abanico de tierras pardas se intercala con el de una
amplísima gama de verdes pero sin llegar a mezclarse jamás, como si estuvieran dibujados
en paletas diferentes.
Es el momento de atravesar las
interminables rectas que se inician a la altura del pueblo de Orbita y que invitan a experimentar un
rato adormecedor. Para evitarlo hay que beber agua y cambiar el disco por el de
Sergio Dalma. Suena entonces «Yo caminaré»
y el volumen vuelve a subir. Las
provincias de Ávila y Segovia se
entrelazan varias veces como lenguas de una misma cabeza de dragón. Al cruzar el
río Adaja, el viajero advierte que el
vehículo de delante lleva un remolque cuadrado que transporta caballos de una
empresa de Pontevedra dedicada a la
cría; es el primer vínculo que encuentra con Galicia. Los inmensos armazones metálicos que conforman la
estructura de la red eléctrica parecen robots sin cabeza. Nada más pasar los
municipios de Honquilana y San Pablo de la Moraleja comienza la
provincia de Valladolid y sus inherentes hileras de viñedos. No pasan
desapercibidos los rótulos luminosos –aunque a estas horas estén apagados– de
los clubs de carretera generalmente ubicados juntos a los polígonos
industriales y tampoco los sistemas de riego automáticos sobre los campos de
cultivo. Se ven iglesias tristes y medio derruidas cuyas benditas piedras yacen
abandonadas a su suerte sobre las huertas fértiles e inmisericordes.
Cada ciertos kilómetros, pequeños
postes amarillos y azules con una vieira dibujada indican el paso de uno de
los múltiples caminos de Santiago
por este trazado. El viajero divisa el imponente castillo de La Mota perteneciente a Medina del Campo y, casi a la vez, una
casa destartalada sobre cuya vieja fachada reza con letras despintadas el
nombre de mimbrera, prácticamente en desuso. Las tradicionales bodegas y viñas
conviven en estos pagos con los gigantescos postes de energía eólica y los
paneles fotovoltaicos. En la salida 170, toca hacer un alto en el camino. El
viajero se desvía levemente de su itinerario para entrar en la villa de Rueda, tierra del vino blanco. Continúa
unos metros por la carretera principal del pueblo sobre cuya acera izquierda se
apiñan innumerables comercios de degustación y venta al por mayor y menor de
vinos, quesos y jamones, y finalmente se detiene frente a una taberna típica de
la zona, austera y húmeda, denominada El
Museo del Jamón donde siempre para; allí da buena cuenta de un reparador
bocadillo de cecina y una botella de agua. Lo suyo sería beber un par de
vasos de vino del lugar pero todavía queda mucho viaje y no procede. Al
reiniciar la ruta, advierte la presencia de varios agentes de la
guardia civil a la salida de Rueda que, aunque no le dan el alto, le hacen
sonreír aliviado para sus adentros por haber sido cauto en su comportamiento.
El Duero baña, caudaloso, la vega de Tordesillas; al rato, al advertir los carteles que anuncian Villalar de los Comuneros, se abren necesariamente
los libros de Historia en la cabeza del viajero que recuerda como si fuera
ayer, el día que aprendió en el colegio el trágico episodio que tuvo lugar allí
en 1521: Padilla, Bravo y Maldonado fueron ajusticiados. Aquel pensamiento fúnebre se torna alegre
un instante más tarde al pasar por la salida que indica el pueblo medieval de Urueña, villa del libro, la localidad
con mayor número de librerías por habitante de España -doce establecimientos para una población de doscientas personas- y donde, desde hace
años, vive como un monje, el ilustre investigador y artista, Joaquín Díaz.
Las nubes limpias se dibujan
sobre un cielo cómplice e iluminador de los siglos cansados que avejentan y
tiñen esta bella piel de toro. Las ventas modernas y las estaciones de servicio
impersonales y asépticas ponen la nota discordante de fealdad al paisaje.
Algunos baches y roturas en el firme de la calzada baquetean el coche antes de
pasar por Paradores de Castrogonzalo,
otro de los términos municipales que el viajero añade a la lista de topónimos
llamativos. Al alcanzar Benavente,
donde se sitúa la mitad aproximada del trayecto, se vislumbra otro nuevo
paisaje constipado por los vecinos vientos de Galicia y León que hielan sus valles con altas dosis de invierno. Poco antes del desvío hacia La Bañeza y Puebla de Sanabria, una aldeíta como sacada de un cuento salpica un
montículo irregular y pardo con sus casas-bodega medio enterradas mientras un joven
pastor guía a un rebaño de unas veinte ovejas. Toca extremar la precaución ante
el tupido manto de nieve que cubre las montañas leonesas que se resisten a
saludar a la primavera. Después aparece otro pueblo mítico, Astorga, atravesado por el río Jerga, donde el cocido maragato y la cecina
no necesitan presentación.
Hoy no hay lugar para el rock and
roll; los discos, que no cesan, son de voces románticas como la del desaparecido
Carlos Cano que cura las heridas del
alma con canciones como la que canta el viajero, a dúo con el andaluz: «Tani».
La música condimenta la provincia de Zamora con un toque de azahar sonoro que,
por un minuto, la transforma en el patio de los leones de La Alhambra. La nieve salpica los pinares y llega hasta el borde de
la carretera, amedrentando como un lobo estepario a todo el que pasa por allí. La
jornada transcurre ahora cerca de Ponferrada
y su entorno de color rojizo, preámbulo inconfundible de las vetustas Médulas. De pronto, allá, en lo alto,
un toro de Osborne llama la atención
del viajero por ser totalmente atípico en la zona; y, como asumiendo que ha perdido
a su manada, vigila impertérrito el estado del tráfico.
Al dejar atrás Villafranca del Bierzo, la gasolina
agoniza. Hace rato que se ha encendido la reserva y el viajero, que tiene la
insana costumbre de apurarla hasta el final, ha hecho caso omiso; en la próxima
gasolinera toca repostar. Luego comienza el tramo de viaductos que anteceden al
puerto de Piedrafita, una faraónica obra
de ingeniería digna de admiración. Los milanos sobrevuelan las últimas pallozas
y la tierra gallega comienza a adueñarse de la orografía. Los Ancares, vastos y salvajes, abren sus fauces de ramas y
escondites a todo aquel que osa atravesar sus frondosos parajes.
Como casi
siempre, al llegar a Lugo, se abre la
alargada trampilla panzuda y húmeda de su cielo gris y se desencadena la lluvia.
Galicia huele a eucalipto, a tierra mojada y a mar indomable. El destino no es Santiago como la canción de Los Tamara sino La Coruña pero
igualmente el viajero va «subiendo montañas, cruzando valles, siempre cantando; el
verde le acaricia porque a Galicia ya está llegando…». Las meigas se adivinan entre
la niebla que emana del Mandeo a su
paso por Betanzos. Las rías altas
son ya una realidad dentro del paisaje que dejará marcado para siempre a todo
aquel que lo visite. Y por fin, La
Coruña, con su playa de Riazor, su calle Real y su torre de Hércules, el faro en activo más antiguo del mundo, Patrimonio de la Humanidad. El viajero ha llegado, como decía el slogan turístico, a la «ciudad en la que nadie es forastero». Nada más bajarse del coche, abre su paraguas negro mientras piensa lo difícil que va a ser encontrar la primavera.
Datos del viaje:
Distancia: 590 kilómetros
Duración: 5 horas
30 minutos
Coste: 93,
60 € (Gasolina: 72,30 €/ Peajes: 14,30 €/ Almuerzo: 7 €)
Tags
Historia