Se
cumplen seis décadas de la desaparición del escritor Ramón Gómez de la
Serna
Carlos Arévalo
El pasado mes de enero pocos
se acordaron del ilustre literato madrileño Ramón Gómez de la
Serna (Madrid, 1888 – Buenos Aires, 1963) cuya presencia se
extinguió en Argentina hace precisamente seis décadas. Su
arrolladora originalidad lo acredita como uno de los más
sobresalientes ingenios artísticos que ha dado nuestro país en los
últimos siglos. «RAMóN»
como se le conocía sencillamente a partir de la década de 1920,
procedía de una familia burguesa y comenzó a despuntar en los
ambientes intelectuales desde muy joven. Su
padre fundó la revista Prometeo,
donde el escritor encontró su primeras oportunidades para publicar sus
innovadores textos.
Aunque como autor siempre gozó de la libertad e independencia que quiso, su obra se enmarca en el movimiento estético del «novecentismo» también conocido como Generación del 14.
En sus páginas elaboradas con precisión de cirujano y
paciencia de artesano, aunaba tradición y modernidad de un modo
verdaderamente rompedor y es por ello catalogado como un indiscutible
vanguardista, principalmente gracias a las greguerías, un género literario en
sí mismo que inventó en 1910 y desarrolló hasta sus últimas
horas. Definidas como dardos poéticos y satíricos, eran frases
cortas donde mezclaba magistralmente humor y metáforas, mostrando un
dominio absoluto del lenguaje que influyó en generaciones poéticas
posteriores como la del
27. Y es que nadie fue tan capaz como él para condensar conceptos e imágenes tan amplios
en un puñado de palabras siempre con la sutilidad y la belleza por
bandera: «La
leche es el agua vestida de novia»,
«El
murciélago es el espíritu santo del demonio»,
«Como
daba besos lentos duraban más sus amores»...
Dotado de una personalidad
rica en matices y una creatividad inagotable, Gómez de la Serna fue
un autor polifacético que además de escribir más de cien títulos
que se tradujeron a diferentes idiomas, epató a la sociedad de su
tiempo pronunciando insólitas conferencias -como aquella en la que,
haciendo gala de su amor por el mundo del circo, se presentó sentado
en un trapecio-, siempre acompañado de los objetos más inesperados.
Colaboró también en distintas emisiones radiofónicas y realizó
varias intervenciones en cine comoEl orador o la mano rodado
en 1928 y considerado como uno de los primeros monólogos
humorísticos que se registraron.
Propietario
de un universo onírico que nos dejó en herencia, durante
parte de su prolífica juventud habitó el célebre torreón de la
calle de Velázquez, ubicado en el ático del actual Hotel Wellington.
Allí instaló su despacho donde fumaba sus eternas pipas y escribía
incansablemente acompañado por una distinguida muñeca de cera de tamaño natural. Era aquella guarida íntima una especie de bazar surrealista atiborrado de
colecciones de los objetos más extraños imaginables que Ramón
adquiría en su adorado Rastro madrileño, en almonedas y en otros
mercadillos y comercios. Con los cambios de domicilio, de ciudad e
incluso de país, aquel centro de creación fue trasladándose a sus
diferentes residencias hasta que en la actualidad ha sido recreado en
el Museo de Arte Contemporáneo de Madriddonde puede visitarse.
«Escribir
es que le dejen a uno llorar y reír a solas»,
decía otra de sus más elegantes greguerías.
Y eso hizo en
su vasta producción literaria cultivando el ensayo, la novela o el
teatro. Aunque nunca fue un superventas ni lo pretendió, ningún
lector que se precie debería perderse sus retratos biográficos de
inmensas figuras del arte patrio y foráneo como Velázquez,
Goya,
Valle-Inclán,
Oscar
Wilde,
El
Greco,
Emilia
Pardo Bazán o
Azorín
entre otros muchos. Otro
de los grandes temas en la bibliografía de Ramón Gómez de la Serna
fue Madrid, su ciudad natal, de la que se enamoró perdidamente y
supo reflejar como nadie. A esta «ciudad
de la luz sensible»
como él la bautizó,
le dedicó decenas de obras soberbias como Historia
de la Puerta del Sol,
Elucidario
de Madrid,
Pombo o
El
Rastro por
citar algunos de sus títulos más recordados.
El
escritor se marchó de España en 1936 con el estallido de la guerra
civil rumbo a la Argentina aunque mucho tiempo antes
había pasado por Estoril o París, donde frecuentó los «ismos»,
en especial a los dadaístas y provocó la admiración de genios como
Pablo
Ruiz Picasso,
Amedeo
Modigliani,
Max
Jacob
o Gertrude
Stein.Sólo
regresaría a «la
Madre Patria»
en una ocasión. Fue en un viaje en abril de 1949 para una corta
estancia invitado por la Dirección General de Propaganda. Llegó a
Bilbao junto a su inseparable compañera Luisa
Sofovich
a bordo del barco Monte
Urbasa.
Allí fue recibido con altos honores por autoridades y amigos y posteriormente en el consistorio vasco se le ofreció una cálida bienvenida.
El
lunes 9 de mayo en el Ateneo de Madrid pronunció una aplaudida
conferencia titulada La magia de la Literatura en la que
derrochó su talento natural y alabó la creación literaria
desgranando jugosos recuerdos y anécdotas y sorprendiendo al público al exhibir fetiches como un polichinela o una calabaza. Para recordar sus
tiempos felices de animador
cultural, se celebró en su honor una tertulia en la
antigua Botillería de Pombo sita en la calle de Carretas
donde desde 1915 habían sido célebres los sábados por la noche en
los sótanos que rebautizó como «Sagrada
Cripta».
Por aquella bohemia
catacumba, pasaron en aquel tiempo decenas de figuras artísticas tan
prestigiosas comoDiego
Rivera,
Borges,
José
Bergamín
o Edgar
Neville
y sería inmortalizada por el pintor José
Gutiérrez Solana
en un cuadro que el propio Gómez de la Serna donaría al Estado y que actualmente puede contemplarse en el Museo Reina Sofía. En esta evocación a modo de tributo sería la
última vez que el escritor entraría en aquel café que desapareció
al año siguiente, en 1950. La mesa presidencial de mármol que había
en Pombo se conserva en el Museo del Romanticismo de Madrid gracias a
la iniciativa del que fue su director Mariano Rodríguez de Rivas.
Otra
de las actividades programadas en aquella exclusiva y postrera visita
fue la de descubrir una placa en la casa natal de Ramón en la calle
de Las Rejas número 7 que después sería rebautizada como
Guillermo de Rolland. También fue recibido por el entonces Jefe del Estado FranciscoFranco
en El Pardo, intervino en Radio Madrid y acudió a firmar ejemplares de sus obras a la Feria del
Libro pues hacía poco tiempo que había publicado Automoribundia, su propia biografía considerada una de sus mejores obras. Su alabanza pública al general Juan DomingoPerón
le cerraría algunas puertas de regreso a Argentina. Físicamente muy deteriorado y gravemente enfermo, Gómez de la Serna
murió en enero de 1963 en Buenos Aires siendo trasladado el día 23
a Madrid donde fue enterrado en el Pabellón de Hombres Ilustres de
la Sacramental de San Justo en la misma tumba que Mariano
José deLarra.
A excepción de algunas reediciones y homenajes de admiradores, ya en
su última época y sobre todo a partir de su desaparición, su
magnífico legado fue injustamente condenado a un ingrato ostracismo.
RAMóN, pieza inseparable de nuestro acervo cultural, debería ser materia obligatoria en todas las escuelas y
universidades y, su figura, honrada como el sabio que fue y perpetuada
como miembro imprescindible de las Letras Españolas. Una manera apropiada de empezar a recordarlo sería poniendo en práctica una de sus afinadas greguerías: «el
libro es el salvavidas de la soledad» pues, gracias a los suyos, podemos mitigar el tedio y, además, enriquecer
enormemente nuestro espíritu.