El suntuoso cuento oriental de una bailarina española

Cómo la artista malagueña Anita Delgado llegó a ser princesa de Kapurtala

Carlos Arévalo
Fotos: BNEprincesadekapurthala.com

El matrimonio entre la bailarina malagueña Anita Delgado y un millonario príncipe indio fue una historia muy comentada en su tiempo pero ya nadie se acuerda de aquel curioso episodio. Más de un  siglo después rescatamos los pormenores de la extravagante aventura oriental desarrollada en unos tiempos convulsos pero apasionantes.

Anita Delgado Briones no pasó a la Historia como artista sino como maharaní de Kapurtala.




Madrid, 31 de mayo de 1906. Entre los invitados que asisten a la boda real en la iglesia de Los Jerónimos entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg se encuentra Jagatjit Singh, maharajá de Kapurtala. La histórica fecha lo fue también por el conocido atentado dirigido a los monarcas tras la ceremonia. Cuando el distinguido cortejo nupcial se encaminaba al Palacio Real, a la altura del número 88 de la calle Mayor, el anarquista Mateo Morral lanzó desde un tercer piso una bomba camuflada en un ramo de flores sembrando el caos. Aunque los reyes salieron ilesos, el ataque causó veinticinco víctimas mortales y más de un centenar de heridos entre miembros del séquito y vecinos que presenciaban el desfile de carruajes.

Los viejos tiempos del cuplé
Volviendo la atención al príncipe indio, quiso éste aprovechar su visita a Madrid para presenciar algún espectáculo de moda acudiendo al Central-Kursaal, entonces uno de los teatros más nuevos de la ciudad que ofrecía atractivos espectáculos de variedades. Sito en el número 2 de la plaza del Carmen –tiempo después sería el cine Madrid; hoy su edificio lo ocupa un insustancial Media Markt–, lo había inaugurado a principios de aquel año la exótica artista Mata-Hari con sus voluptuosas danzas brahmánicas. Como seguro sabrá el lector, la bailarina holandesa fue además de una aclamada figura sobre los escenarios, una osada espía cuyo trágico final inspiró cientos de páginas de la literatura de aventuras. Descubierta en su traición por los franceses fue acusada de espionaje a favor de Alemania y fusilada en Francia durante la I Guerra Mundial.
Anita y Victoria, «las Camelias».
Eran los tiempos en que debutaban jóvenes cupletistas como Raquel Meller, La Chelito o La Fornarina que alcanzaron el rango de verdaderas estrellas de su época, recorriendo medio mundo con sus canciones picantes y sus espectáculos rompedores. Coetánea a ellas era Ana María Delgado Briones que junto a su hermana Victoria actuaba en el Kursaal la noche en que asistió el maharajá de Kapurtala. Bajo el nombre de «Las Hermanas Camelias» ofrecían al público bailes andaluces para ganarse la vida.

Anita Delgado había nacido en Málaga en 1890. Estudiaba en el colegio de La Concepción cuando su padre regentaba el modesto Café de la Castaña que estaba en la plaza del Siglo. El negocio no terminaba de funcionar y tuvo que venderlo por 14.000 reales. Con el dinero del traspaso, la familia se mudó a Madrid a buscar fortuna pero el capital se esfumó enseguida comenzando para ellos una época terrible de carencias y necesidades. Se instalaron en la calle del Arco de Santa María, 23 –hoy Augusto Figueroa–. Allí, una vecina que era profesora de baile flamenco, convenció a las dos hermanas para que aprendieran a bailar. Cuando adquirieron unas nociones básicas, la maestra las animó a que formaran pareja artística y probaran suerte en los escenarios. Como eran jóvenes y bonitas, pronto consiguieron aquel contrato en el Kursaal de teloneras de las grandes divas por el que les pagaban treinta reales diarios que entregaban íntegros a sus padres que no se separaban de ellas. Aunque al parecer tenían poco garbo sobre las tablas, aquel estipendio suponía su salvación temporal.

El maharajá de Kapurtala.
Una proposición indecente
Una noche, tras uno de sus pases, se presentó en el teatro un intérprete del Hotel París donde se alojaba el soberano indio –que estaba situado en la céntrica Puerta del Sol, 1 en el mismo inmueble donde hoy se ubica otro anodino negocio, la tienda Apple–. Era entonces el único hospedaje de gran categoría en Madrid pues hasta 1910 y 1912 respectivamente no se inaugurarían el Ritz y el Palace.

Aquel mensajero le comunicó a Anita que un príncipe extranjero la había visto actuar y se había prendado de ella ofreciéndole 5.000 pesetas por unas atenciones. La niña que se había educado en el recato y la honradez, muy ofendida, inmediatamente rechazó la oferta profiriéndole a través del emisario toda clase de insultos.
Al día siguiente la joven artista recibió un enorme ramo de camelias acompañado de una carta del atrevido personaje que se disculpaba por haberla ofendido y se despedía de ella pues tenía que marcharse de inmediato a París. La chiquilla no le dio más importancia a aquel episodio y enseguida se olvidó de ello pero a los pocos días regresó al teatro el recadero del hotel para entregarle otra misiva, firmada esta vez por el secretario del príncipe. En ella le proponía viajar a París para pasar unos días con su alteza, por lo cual si aceptaba, recibiría a vuelta de correo nada menos que ¡100.000 pesetas!

En aquel momento llegó a dudar pues la cifra no era nada desdeñable y la penosa situación económica que atravesaba su familia podía solucionarse de un plumazo. El pudor de la malagueña hizo que pesara más la repulsa que la tentación pues no sólo estaba recibiendo una proposición indecente sino que aquello era una humillante venta humana. Y es que en su cultura podía estar bien visto pero desde el prisma y la moral católica española, no. Pensando en quitárselo de en medio, la artista le dio este recado al empleado del hotel: «Le dice usted a ese príncipe que o casamiento o nada, y eso si me gusta, que sino tampoco».

Amor a primera vista
Una tarde que se encontraba en su domicilio junto a su hermana, amiga del pintor Leandro Oroz que le estaba haciendo un retrato al natural, llamaron a la puerta. Era un extranjero corpulento que atendía al nombre de Mr. Mâyer y que, hablando en francés se identificó como el capitán de la escolta del príncipe indio. Como Oroz conocía el idioma a la perfección por su ascendencia gala, hizo de traductor. El visitante traía una nueva carta del prócer que, prendado de sus encantos, le expresaba gentilmente sus sentimientos hacia ella, confesándole sus ganas de verla y proponiéndole casamiento.

Anita pintada por B. Massés.
En caso de aceptar, explicaba en el documento, debía considerar al enviado como un servidor suyo, que la acompañaría a París junto a todas las personas de su familia para arreglar los detalles de la boda. Casi en estado de shock, Anita Delgado no pudo reaccionar en aquel momento. Por la noche en el Kursaal tomó la decisión. La ayudaron, también a redactar una carta en condiciones y sin sus habituales faltas de ortografía, su selecto círculo de allegados compuesto por Ramón María del Valle-Inclán, Julio Romero de Torres, Ricardo Baroja, Pastora Imperio, La Fornarina y Oroz. Todos le aconsejaron que aceptara el ofrecimiento del príncipe y, aunque ella no lo tenía nada claro, así lo hizo. A excepción de su progenitor, pronto emprendió en tren el viaje a la capital francesa. Le aterrorizaba la idea de fingir algún tipo de sentimiento hacia un hombre al que no solamente no conocía sino que no había visto jamás.

En la estación parisina D’Orsay los esperaba un secretario del maharajá, varios esclavos y unos cuantos automóviles. Tras ser trasladados a un lujoso y confortable alojamiento, el príncipe no aparecía. Finalmente un secretario le hizo entrega de una carta suya en la que le indicaba que debía instalarse en aquella casa que él mismo había amueblado para su agrado y que allí no le faltaría nada, ni dinero, ni joyas ni atenciones. Añadía que, dándose cuenta de su situación, no se encontraría con ella hasta que aprendiera perfectamente a hablar francés pues no quería expresar sus sentimientos por medio de otra persona. Con el escrito adjuntaba otra nota en la que le detallaba su agenda diaria:

A las 7 de la mañana debía levantarse, bañarse, arreglarse y desayunar.
De 8 a 10 montaría a caballo y pasearía por el bosque.
De 10 a 11 daría clases de piano.
De 12 a 13 daría clases de francés e inglés.
De 15 a 16 aprendería a jugar al billar.
De 16 a 17 dormiría la siesta.
De 17 a 20  pasearía en coche de caballos o en automóvil.
Y de 22 a 24 vería teatro.

Para realizar estas actividades contaría con profesores particulares además de dos damas de compañía, una francesa y otra inglesa, a su entera disposición. En esa etapa de formación, cada día recibía una carta de su futuro marido al que seguía sin conocer personalmente. Sólo lo veía pintado a óleo en el gran lienzo que presidía su alcoba. La curiosidad y el interés por encontrarse con él fueron creciendo en el alma de la bella andaluza que se aplicó intensamente en todo lo que le había propuesto su prometido. Seis meses después, cuando ella creyó comprender bien el idioma se lo hizo saber a su séquito. Y como en una escena de película romántica, una mañana que ella paseaba a lomos de su caballo por el bosque de Bolonia, apareció un apuesto jinete que se le acercó galantemente. Por fin era el maharajá que, siguiendo firmemente lo estipulado, se presentaba ante su amada.

Anita Delgada ataviada con sus vestiduras reales.
Deslumbrada por su delicadeza
En una memorable entrevista que José María Carretero, alias «El caballero audaz» le hizo ocho años después en Madrid para el periódico La Esfera, Anita Delgado aseguró que se enamoró de él más que nada «por su exquisita delicadeza». El periodista escribió esta poética descripción del aspecto físico de la joven princesa: «Tiene el cutis como hecho de nácar, la boca roja, breve y cruel, y sus ojos muy grandes, muy negros y un poquitín melancólicos, miran con una dulzura infantil. Los dientes son como los ricos collares de perlas que resbalan sobre las deliciosas turgencias de su pecho, muy descotado y muy blanco, casi tanto como los ricos y frágiles encajes que lo rodean. Por entre el milagro de sus cabellos asoman las grandes esmeraldas que penden de sus orejillas. Viste como la más refinada parisina y sus manos, largas, puntiagudas y muy pulidas, salpicadas de piedras preciosas, parecen dos serpientes de armiño hechas para acariciar».

Si tenemos en cuenta la situación personal y las aspiraciones de nuestra protagonista, para el lector no será difícil imaginar de qué forma quedó deslumbrada Anita Delgado ante aquel fastuoso despliegue de lujos y atenciones hacia su humilde persona. Tras casarse primero por lo civil en París, el maharajá preparó la boda en la India y allá se fue la malagueña que entonces contaba dieciséis primaveras. A raíz de aquella interviú, el ilustre escritor Don Benito Pérez Galdós escribió: «Vivimos ¡ay! en tiempos muy desdichados que dejarán tras de sí una historia terrible. Almas temblorosas, para consolaros de tantos horrores, volad a la India y recreaos en la ventura inefable de nuestra compatriota la princesa de Kapurtala».

Pompa y boato para una grandiosa boda india
El Principado de Kapurtala en el estado de Punjab formaba parte entonces de la India inglesa o raj británico sito entre las ricas provincias de Amritsir y Jalandar. El maharajá, que había heredado el título y los privilegios tras el fallecimiento de su padre, era también dueño y señor de los principados de Baondi y Bithaloi, en el Audh, que le entregó el gobierno inglés a su antecesor por los servicios prestados durante la revolución de 1857.
Tras una larga travesía en barco desde Marsella a Bombay, en el mes de enero de 1908, Anita Delgado entró en Kapurtala recibida y ovacionada por el fervor popular. Como inspiradas en Las mil y una noches, a los pocos días se celebraron las bodas. Desde aquel momento le cambiaron su nombre por el de Rani Prem Kaur Sahiba o «Amor de Príncipe». Subida sobre un enorme elefante y escoltada por la comitiva real, bajo embriagadores aromas de mirra, miles de voces plañideras cantaban al son de dulces melodías y gritos de regocijo. El maharajá construyó para ella en Kapurtala una réplica del palacio de Versalles donde vivieron tras su enlace. Aquella historia de fantasía solamente concebida en los cuentos se quedaba corta convirtiéndose en realidad entre un refulgente boato que hubiera cegado a cualquiera.

   Fotografía de la princesa dedicada a su hermana Victoria.
Una vez casados, él, obligado a seguir las tradiciones, no podía abandonar a ninguna de sus otras cinco mujeres manteniéndolas según su jerarquía aunque sin poder verlas. Ellas debían permanecer recluidas en sus palacios sin salir a la calle ni dejarse ver por nadie. Respecto a Anita Delgado, en su nueva vida como maharaní de Kapurtala tuvo la libertad de seguir abrazando la religión católica y así lo hizo.

Su día a día consistía en levantarse a las siete de la mañana y montar a caballo. Después, acompañada de sus damas, de sus esclavos y de chacales amaestrados como perros leales que les defendían de las fieras, paseaba por el monte cazando liebres, gamuzas y zorros. Por las tardes jugaba al tenis, al polo o al billar y en ocasiones patinaba. Comían con frecuencia puchero andaluz y paella además de degustar la deliciosa gastronomía de la India. Fumaba cigarrillos con aroma de sándalo que fabricaban en El Cairo expresamente para ella y vestía o bien con los esplendorosos trajes autóctonos o bien a la europea, pasando los inviernos allí y el resto del año en París donde tenían su segunda residencia con caballerizas y caballos de carreras. Cuando viajaban lo hacían con treinta personas llevando un equipaje aproximado de 240 baúles en los que transportaban además de sus enseres, agua, leche y legumbres para condimentar sus comidas.

El palacio de Kapurtala inspirado en Versalles fue mandado construir por el maharajá para agradar a su esposa. 
Anita Delgado junto a su hijo Ajit Singh.
El final de una dinastía privilegiada
Por estar bajo el protectorado de Gran Bretaña, el maharajá apoyó activamente a Inglaterra durante la Gran Guerra de 1914 donando importantes cantidades para los hospitales franco-ingleses y enviando 10.000 infantes para que lucharan contra los alemanes en África Oriental.
El matrimonio duró dieciocho años en los cuales tuvieron un vástago, Ajit Singh. Cansada de ser discriminada y tratada como un objeto, buscando su independencia personal, Anita se divorció en 1925 quedándose a vivir en París con su hijo. El maharajá falleció en 1949 y varios años más tarde, ella publicó sus memorias por entregas en el extinto Diario Madrid cuyo resultado no fue en absoluto de su agrado. Sus últimos años los pasó junto al hombre en el que encontró su verdadero amor, Ginés Rodríguez. Finalmente, la existencia de la bailaora malagueña que llegó a princesa india terminó el día de San Fermín de 1962.

Esta historia que no es leyenda pero sí un atractivo argumento para una espectacular novela, termina con la periodista y bailaora Maha Akthar (Beirut, 1962), nieta de Anita Delgado y actual princesa de Kapurtala que descubrió su verdadera identidad a la edad de 42 años. El motivo fue que su madre la crió con otro padre que no era el biológico y se lo ocultó hasta instantes antes de morir. Con la expropiación de privilegios, fortuna y propiedades que el gobierno de Indira Gandhi aplicó a partir de 1971 a la aristocracia india, Maha tan sólo tiene derecho a conservar su título de princesa, rango que económicamente no le reporta absolutamente nada. El imponente palacio es actualmente una escuela pública y la riqueza y las joyas se desvanecieron quedando como único legado el apasionante periplo de una joven e inocente aspirante a artista que jamás podría haber imaginado lo que le ocurriría tras actuar aquella noche en el Kursaal madrileño.
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