Un viaje de sosiego a los confines de la tierra

Carlos Arévalo

Poco más de tres kilómetros separan el pueblo de Finisterre del cabo del mismo nombre que, durante siglos, el hombre consideró como «el fin del mundo conocido». Escoltada por frondosos pinares y helechos, la carretera atraviesa el monte Facho hasta desembocar en el viejo faro cuya construcción data de 1853. Cientos de peregrinos y turistas arriban aquí cada día para disfrutar de unas privilegiadas vistas del Atlántico. En una mañana nublada típicamente gallega, el viajero llega a bordo de su automóvil que estaciona junto a decenas de coches y autobuses que inundan las cunetas y dice para sí con cierta melancolía: «ya hasta el fin del mundo está masificado».

Un músico callejero desgrana con su gaita las primeras notas de Alborada gallega, poniendo al paisaje una banda sonora bastante apropiada para la ocasión. Caminando un trecho de apenas trescientos metros que flanquean horrendos puestos de souvenirs para entretenimiento del turismo -en su mayoría guiri y mochilero-, se llega al faro de Finisterre. Numerosos grupos de gentes van y vienen y entorpecen la panorámica mientras hacen las obligadas fotografías que parecen no terminar nunca.


Al mirar hacia la izquierda se divisa Corcubión y más allá el mágico y granítico monte Pindo considerado por los celtas como su particular Olimpo. En los días muy claros, dicen, se puede llegar a distinguir la frontera con Portugal. El viajero no permite que nada ni nadie le robe su momento de sosiego y trata de borrar mentalmente esas innecesarias y molestas presencias humanas de las que opina que «están abducidas por el feísmo reinante y cada vez tienen menor educación y sentido estético», y se funde con este punto de la tierra que simboliza el final del camino como indica un mojón grabado con el kilómetro 0.

 

Como en el Pont des Arts de París, algunos peregrinos enganchan en una verja sus llamados -con toda la cursilería del mundo- «candados de amor», pulseras y hasta conchas de vieiras dejando así una huella personal de su largo periplo. Sobre una mesa portátil, un hombre grueso y barbudo pone el último sello del Camino de Santiago a todos aquellos que aguardan en una fila para obtener la preciada marca en sus cartillas de viaje.


Sobre las últimas rocas que rodean el faro, decenas de placas y lápidas conmemorativas resisten el paso del tiempo fijadas a ellas. Una de las más emotivas, reza: «En memoria de los heroicos hombres fallecidos en la batalla naval de Finisterre en 1805, y en homenaje a todos cuantos perdieron su vida en este mar fisterrán». Allí, sobre otra piedra, se erige en hierro una bota de caminante, simbolizando así una especie de meta, donde el que llega ya puede respirar tranquilo sabiendo que ha cumplido su promesa. A pocos metros, otro músico, éste inglés, aporrea una guitarra acústica mientras con voz aguardentosa entona el Aleluya de Cohen, primero, y el Sound of silence de Simon & Garfunkel, después. Dos interpretaciones que, sin duda, en ese enclave suenan como sentidos tributos a las gentes del mar.


Hasta que se supo que el cabo da Roca en Portugal e incluso el tan cercano Touriñán eran puntos más occidentales que el Finisterre, se creyó que ésta era la última porción de tierra en Europa. Propensa a las leyendas y supersticiones, la historia de Finisterre -del latín Finis Terrae, el fin de la tierra- cuenta que los fenicios construyeron un altar en piedra dedicado al sol -Ara solis- al que cada atardecer se encomendaban en sus ritos para les concediera el don de la fertilidad y que, al parecer, destruyó el mismísimo apóstol Santiago para desterrar el paganismo reinante en favor de la cristiandad. También los romanos habían pasado por aquí con la convicción de que era el último lugar del mundo y que, después de ese inmenso océano que contemplaban solo estaba el abismo, la nada o una inabarcable sima poblada por monstruos marinos y misterios insondables.


Y es que antes de la llegada del cristianismo y del descubrimiento de la tumba del apóstol Santiago, éste ya era un lugar de peregrinación de miles de personas que lo consideraban la frontera con el Más Allá. Luego, se convirtió en la parada final de los que caminaban a Compostela y, aquí, según la tradición, los peregrinos quemaban sus ropas y emprendían el camino a casa. Se cree también que la hostia y el cáliz del escudo de Galicia representa el sol cada atardecer hundiéndose en el horizonte de Finisterre.


El viajero sabe que se encuentra en plena Costa de la Muerte -para los gallegos Costa da Morte- y que, bajo estas aguas, se encuentra el mayor cementerio marino del litoral, poblado por miles de cadáveres de marineros, de pecios legendarios y de ecos de batallas navales con trágico final. Dejando aparte la mitología y la historia, el viajero respira hondo y deja perder su mirada en el horizonte azul envuelto hoy en densas brumas pero también en un halo de paz, espiritualidad y silencio que le reconfortan el alma. Desde este rincón de la Galicia más salvaje, otrora considerado los confines de la tierra, cierra un instante los ojos y recuerda las siempre certeras palabras de su maestro Camilo José Cela, que escribió:

«Finisterre es la última sonrisa del caos del hombre asomándose al infinito». Después, hace una mueca cómplice, le da la espalda al mar y emprende su camino de regreso a casa.

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