Los últimos paseos del «Madriles»

Del origen al fin de los populares «simones» tirados por caballos, precursores de los taxis
Coche «de punto» con su correspondiente cochero a la espera de clientes, Madrid, 1920. Foto: Alfonso Sánchez Portela.
Carlos Arévalo
Hasta que a mediados de los años treinta del pasado siglo llegaron los vehículos de motor a Madrid y por consiguiente los taxis, como único medio de transporte de alquiler circulaban los coches de caballos. La idea venía de lejos, concretamente del siglo XVIII. Para sustituir a las carísimas carrozas o galeras de la época, un gallego de Corcubión con gran habilidad para los negocios, llamado Simón Tomé, logró implantar en Madrid su revolucionario invento que él mismo fabricaba: vehículos públicos y baratos con tiro de caballos o mulas, muy cómodos y ágiles.
Instaló su fábrica con cocheras en el barrio del Pilar y comenzó a expandir su industria por la Villa y Corte llegando a amasar una inmensa fortuna que, tras su fallecimiento en 1796, destinó a diversos hospitales y labores filantrópicas tanto en su tierra natal como en Madrid. Haciendo gala de la muy habitual y fea costumbre española para los reconocimientos, no fue hasta casi doscientos años más tarde, en 1969, cuando el Ayuntamiento de Madrid valoró su encomiable labor al dedicarle una travesía en la capital que unía la calle de Ferrocarril con la de Tarragona y que, por razones urbanísticas, desapareció en los años noventa.
Volviendo al éxito de la brillante idea de Simón Tomé, sus rudimentarios taxis de tracción animal con cochero tuvieron su auge hasta entrada la década de 1930. De ahí que, cualquier coche de caballos de alquiler, fuera del tipo que fuera -milord, cabriolet, berlina, landó, etcétera- tomara el sobrenombre popular de «simón» en homenaje al bueno de su creador y, hasta el ilustre cronista de la Villa, Ramón de Mesonero Romanos ya se refería a los «simones» en sus escritos del XIX. Comenzaron alquilándose por un tiempo mínimo de medio día con tarifas económicas, para más tarde ofrecerse por horas, por carreras y hasta por pesetas. Existían los llamados coches «de plaza» o «de punto», es decir, con paradas habituales donde los cocheros descansaban en su carruaje a la espera de clientes. Con la llegada de los coches motorizados nacieron los actuales taxis, y, antes de que estallara la guerra civil española, aquellos románticos vehículos comenzaron a desaparecer.

Una de las escasas imágenes de «El Madriles».
Un hombre sin nombre
Esta es la historia del último cochero que circuló por las calles madrileñas y del que la posteridad no ha conservado su nombre pero sí su mote: «El Madriles»; dicho término tiene que ver con lo relativo a la idiosincrasia, a la esencia y al carácter de los habitantes de esta bella y acogedora capital de España.
El caso es que fue un personaje castizo y pintoresco que bien podía haber salido de una zarzuela al estilo del Julián de La verbena de la Paloma. Nació en «Los Madriles», claro está, pongamos que hacia principios del siglo XX, ya fuera un poco antes o un poco después. Ataviado con gorrita de visera, pañuelo blanco de seda al cuello y pitillo de liar, era un hombrecillo de baja estatura, parco en palabras pero con sobrados dotes para la picaresca; en definitiva, un tipo auténtico. Le venía al «Madriles» el oficio de familia pues un tío suyo había tenido coches de caballos. Trabajó desde los quince años como cochero y estuvo durante dos décadas en Barcelona ejerciendo aquella vieja ocupación. 
De vuelta en Madrid, tuvo su parada habitual en la plaza de la diosa Cibeles, que le aventajaba por pocos puntos como poseedora del título de icono madrileñista fetén. Como no podía ser de otra manera, vivía el cochero en el segundo piso del número 84 de la calle de Mesón de Paredes, en una de aquellas corralas típicas. Allí lo visitó el escritor César González-Ruano que enseguida equiparó ese entorno con el mundo barojiano de La busca. De él dejó escrito en uno de sus brillantes libros, una conversación acontecida en 1955: «(...) «El Madriles» es barroco y mete de cuando en cuando, en su madrileño que es casi argot, timitos castizales». Nos situamos a mediados de los cincuenta y, al parecer, quedaban en Madrid solamente dos cocheros, Melitón y él, hecho que los convertía en dos tipos anacrónicos. Sin saber la edad de ninguno de los dos, Melitón era bastante mayor que «El Madriles», que entonces aseguraba socarrón, tener «un año más que el tabaco».

Los duros oficios en la calle
Tuvo «El Madriles» su cochera y su caballo en pleno barrio de Chamberí, en la calle del Castillo, y también debajo de su casa. Antes de salir a ganarse el jornal, se equipaba -para no desfallecer- con su bota de vino que le llenaban en la taberna más próxima y, cuando entre servicio y servicio, algún parroquiano le convidaba a beber algo, pedía vermú con ginebra o aguardiente...o lo que le dieran. De ahí su fama de entrañable borrachín. En verano acostumbraba a salir sólo de noche, sobre todo en los últimos tiempos. Solía aparcar de madrugada frente a la extinta sala de fiestas Casablanca, en la plaza del Rey, junto a los nuevos automóviles que esperaban a los clientes. La estampa debía ser impagable. Según le aseguró al propio González-Ruano, su último «simón» lo había comprado en 1931, en tiempos de la II República y tras 24 años de servicio lo tasaba en unos dos mil duros. Utilizaba dos coches, uno modelo berlina cubierto para invierno y el milord coloquialmente conocido como «manuela» para los meses de verano.
Subido en el pescante de su coche y con aires altivos y trasnochados, aquel gondolero del asfalto era conocido en cualquier rincón del viejo Madrid. El brillante costumbrista Antonio Díaz-Cañabate también lo trató y escribió sobre él en varias ocasiones: «Ave de noche era «El Madriles», murciélago que se alimenta de las migajas de las juergas. El caballejo trotaba cuando el cochero «cargaba» parroquia. El caballejo andaba con lento y cansino paso cuando el coche iba de vacío. Entonces «El Madriles» solía cantar por lo bajines para ir trampeando el aburrimiento».

En Madrid, a cualquier coche de caballos de alquiler, con independencia del modelo que fuera, se le llamaba «simón». 
«Chotis», el caballo glotón
Tuvo varios caballos a lo largo de su vida laboral pero el más conocido fue al que llamó «Chotis», como tampoco podía ser de otra forma. Paraba mucho en la legendaria taberna de Antonio Sánchez, todavía hoy en pie en la misma calle donde residió el cochero. Si no dirigía al caballo hasta allí, el propio equino lo hacía. Siempre había algún espíritu generoso que le invitaba a una torrija tan típica de esa casa, que tenía fama por vender las más ricas de Madrid. Era célebre el dicho: «¡Al cochero lo que quiera, y al caballo una torrija!». Y «Chotis», encantado; cuando no había torrijas, los bollos o los churros también eran del agrado del agotado y obediente animal. Cuando murió «El Madriles» en la década de los sesenta, su fiel «Chotis» fue adoptado por una caritativa mujer catalana que le proporcionó todos los cuidados necesarios en su finca hasta el final de sus días.
Una noche yendo el citado Cañabate con el veterano cochero en el pescante camino de una churrería, éste le confesó triste: «Esto se va, don Antonio. Estoy dando las boqueadas. Muchas noches, a estas horas, cuando tiro pa' casa, me se nublan los ojos y me se engurruña el alma. ¿Será posible que no pueda vivir un sólo «simón» en este Madrid tan grandísimo? ¿Será posible que se haya terminado el paladar de ir despacito, como Dios manda, de un lado a otro? Créame, no vamos hacia una churrería. Vamos de entierro. Vamos al entierro de los «Madriles». Empine usted el codo, que el duelo se despide en Valdepeñas».

Y es que antes, hasta hace no tanto -ochenta años y quizá menos-, escuchar desde cualquier casa el trote lento de un caballo por la calle, era un rumor normal pero con la llegada de la ajetreada vida moderna, dejó de serlo. Al son de evocadores compases como los de La Gran Vía, en las verbenas más emblemáticas como la de San Antonio o los domingos en los bailes de La Bombilla era cuando «El Madriles», último embajador de un mundo feliz y sin prisas podía encajar con más garbo y gracia en aquel universo de chulapas, mantones y organillos. 
El compositor Enrique Ramírez de Gamboa, alias «El Cipri» y, marido y padre respectivamente de las cupletistas Olga Ramos y Olga María, le dedicó esta canción a modo de réquiem por un personaje y por una época que tristemente han caído en el olvido:

«El Madriles»

«Yo he montado en el coche de aquel «Madriles»,
el «simón» más castizo de Ministriles;
nunca quiso ser chofer por su talante
y siguió sobre el trono de su pescante.
Con gorrilla y pañuelo, bien abrigado,
para no ser el dueño de un constipado,
era como la estampa de años mejores 
donde majas y majos fueron actores.

¿Dónde su jamelgo?
El refrán lo dice:
«De Madrid al cielo»
¿Dónde los mantones
que le colocaron
sobre su capota
al bajar al Santo?

No me subas la cuesta
de San Vicente
que el caballo se cansa
por la pendiente.
Bájame sólo...
bájame sólo...
que subir lo hago andando
¡con mi Manolo!

Cuando iba sin prisas por San Bernardo
le compraba torrijas a su caballo;
y al bajar a la verbe de San Antonio
lo adornaba con flores y con un gorro.
No faltaba a la cita de sus clientes
que lucían mocitas más que imponentes;
y «El Madriles» se erguía por sus vergeles,
paseando su coche por la Cibeles».
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