Carlos Arévalo
Y en aquellas tardes de verano, largas y llenas de sol, me gustaba subir al desván. Había que ascender dos pisos por una desgastada escalera de madera flanqueada por paredes empapeladas con motivos antiguos de los que se estilaron durante tantas décadas. Y ya arriba, se paraba el reloj y se detenía el mundo. Antes de entrar en el angosto espacio había una pequeña habitación a la que se accedía por una puerta blanca que siempre tenía la llave puesta. A medida que cruzaba la estancia, en apenas unos pasos, mis latidos se aceleraban como si realmente no quisiera estar allí. Pero venciendo aquella congoja, finalmente empujaba otra puerta de madera que separaba la antesala del desván.
El primer sonido era el chirrido de las bisagras al abrir. Después los crujidos de las maderas del suelo al pisarlas, como quejidos del tiempo. Luego, solamente mi respiración. La imagen es perfectamente nítida a pesar de los años transcurridos. Miles de partículas de polvo me daban la bienvenida flotando en aquel ambiente espeso, iluminado por la luz que penetraba a través de la única claraboya del tejado produciendo una atmósfera convaleciente. Las añejas vigas adquirían un tono cálido y dorado y nada más entrar te envolvía un olor muy peculiar, entre madera y humedad, incisivo, vetusto. Olía entre cava de puros y tienda de ultramarinos. Enseguida había que agacharse debido a la poca altura que daba la inclinación del tejado. Aquel desván era como la bodega de un barco pirata de una novela de Salgari o entonces me lo parecía. Todo lo que guardaba en su interior eran viejos y polvorientos tesoros. Cajas y más cajas, algunas con álbumes de fotografías o con parte de la colección teatral La Farsa, un par de colchones enrollados y protegidos con plásticos, alguna caña de pescar, cestas de aparejos y de costura y en las esquinas más innacesibles, tupidas telas de araña con sus correspondientes moradoras o sus delicados cadáveres.
Pero lo que más me maravillaba de aquel lugar encantado, de aquella cápsula del tiempo congelado, era el rincón en el que sobrevivía una vieja mecedora y una antiquísima maleta a sus pies. Ambas reliquias llevaban años en desuso y eran, en mi cabeza, los custodios de aquel reino de objetos inanimados. En la mecedora no me atreví a sentarme nunca, además de las capas de polvo que acumulaba, parecía que se desintegraría en cuanto alguien la rozara. Así que me limitaba a observarla y a imaginar quiénes habrían descansado en ella, leyendo, dormitando, charlando...
La maleta contenía alguna ropa, ya raída y con el color desvaído, crepuscular. Había viajado por medio mundo en aquellos mastodónticos vapores que iban a América en busca de El Dorado, en aviones de hélice como los de Casablanca o en incómodos trenes que arrastraban sus pesados esqueletos por desoladas estaciones con cantinas que olían a achicoria y a tabaco de picadura. En su cubierta aún podían distinguirse algunos restos de pegatinas que antaño daban a los huéspedes de los hoteles como recuerdo promocional. La Habana, París, San Sebastián, Buenos Aires...
Pero lo cierto es que no duraban mucho mis ratos en el desván. Y cuando decidía poner fin a mi pequeña aventura, prefería hacerlo corriendo, tratando de no tropezar al bajar los peldaños pero sin detenerme. Ahora, subo muy despacio al desván de mi memoria y saboreando el regusto breve del recuerdo como el más exquisito coñac, lo extraño enormemente.