A diferencia de los tiempos actuales en que apenas se
encuentran en Madrid entre semana, bares abiertos y animados por las noches,
hubo una época en que existían varias opciones a elegir para seguir la juerga
hasta altas horas de la madrugada. Una de ellas eran las ventas, lugares algo
apartados del centro de la ciudad donde algunos señoritos contrataban flamencos
para que les amenizaran la velada. Quizá la más famosa y recordada fue la
popularmente conocida como Venta de Manolo Manzanilla, en realidad
llamada Venta de La Rábida, sita en el kilómetro 12 de la carretera
de Barcelona. La abrió en los años cincuenta un cantaor llamado Manuel
Terrón Ponce, conocido artísticamente como Manolo Manzanilla por ser
natural de dicho municipio onubense.
De familia humilde, «El Niño
Manzanilla» como le llamaban al principio, no tuvo otro remedio
que empezar a cantar en bares y tabernas de mala muerte, luchando como
buenamente podía contra las estrecheces y colaborando así en la frágil economía de su casa. Se marchó a Sevilla en
busca de suerte y llegó a actuar en sitios muy importantes del mundillo flamenco
como la Venta del Charco de la Pava, donde también dejaron un
pedacito de su arte el padre de Manolo Caracol al que
llamaban Caracol «el del bulto», el Cojo de
Huelva y muchos otros. Finalmente, ya casado, se trasladó a
Madrid con su mujer Dolores González, donde la situación fue
mejorando.
Anuncio en ABC de una actuación de Manolo Manzanilla. |
Pinitos como cantante y actor
En los años cuarenta, Manolo Manzanilla cantaba en
prestigiosas salas de la capital como Villa Rosa -no la de la
Plaza de Santa Ana sino la que estaba situada en el distrito de Hortaleza con
un hermoso jardín y piscina-, y en la década de los cincuenta pisó escenarios
como el de Morocco, lo más chic del Madrid de
entonces.
El andaluz llegó a grabar algunos discos en sellos como Regal, Odeón
o Columbia en los que interpretó fandangos de Huelva, seguidillas gitanas y
otros palos del flamenco que se le daban francamente bien. También formó parte
de compañías de baile como la de Rosario y Antonio,
la de José Greco o la de Pilar López, y participó en
tres películas:
Brindis a Manolete (F. Rey, 1948), Duende
y misterio del flamenco (E.Neville, 1952) y Viaje romántico a
Granada (E. Martín, 1955).
La venta que regentaba pronto se convirtió en un
referente de la noche un tanto chocante pues no hay que olvidar el férreo
control policial que existía en España para evitar conductas escandalosas,
estraperlo y horarios insanos. Todo era cuestión de tener de mano a los que
mandaban, por lo general cómplices de aquellos colmaos
semi clandestinos como el de Manzanilla, que era un hombre muy bien
conectado. Cada noche a partir de la madrugada aparecían por allí artistas, periodistas y bohemios en general, que disfrutaban de las
juergas flamencas entre vinos olorosos, whiskys y platos de jamón.
El establecimiento era una modesta casita aislada, y
contaba con una estancia principal que recreaba un patio andaluz con zócalos de
azulejos que comunicaba a través de un pasillo con varios cuartos privados, a
modo de reservados, donde los músicos tocaban y cantaban para los que solicitaban
sus servicios. Eran habitaciones espaciosas con sillas para clientes y
cantaores y mesas para dejar las botellas y la comida que servían. En el
patio esperaban los artistas a ser llamados y, los primeros clientes que
llegaban tenían la ventaja de verlos a todos y poder elegir su cuadro. La
generosidad de los toreros era la más estimada en este tipo de fiestas. Si el
cliente era forastero, calculaban la tarifa por la nacionalidad. Los americanos
eran los más deseados por su poder adquisitivo, y los franceses los menos por
su racanería. En un buen mes podían sacar hasta doce mil pesetas, y en uno
malo, unas tres mil quinientas.
Gitanos y payos como José
Cepero, Enrique Orozco, Niño Vélez, Rita Ortega, El Morayto,
Manquillo de Jerez, Rosita Durán, Pericón de Cádiz, Cojo
Madrid o Rafael Romero eran
algunos de los flamencos más solicitados de la venta de Manolo Manzanilla. Generalmente trabajaban en tablaos de Madrid y cuando éstos cerraban, o
bien iban directamente por algún cliente que se lo proponía o simplemente se
dejaban caer por allí y esperaban la llegada de los pudientes para irse a casa,
ya de día, afónicos los cantaores, y con los dedos destrozados los guitarristas
pero con un dinerito extra en el bolsillo que hacía mucha falta.
Una de las escasas imágenes que se conservan del interior de la Venta de Manolo Manzanilla publicada en ABC en 1954. |
Juergas hoy impensables
A partir de la una ya se escuchaban, tras alguna puerta, los primeros rasgueos de guitarra y cantaores que se arrancaban por soleares o por alegrías calentando la voz mientras los clientes comenzaban a calentar sus gargantas. Rostros muy conocidos como Fernando Fernán Gómez, Paco Rabal, la incombustible Ava Gardner o Lola Flores, fueron algunos de los asiduos de aquel templo nocturno y festivo del que lamentablemente no queda nada.
Sólo ahora sale a relucir este lugar gracias a algunos testigos que conservan lejanas vivencias de aquellas fiestas interminables, como el periodista Raúl del Pozo que en los años sesenta se tomó allí unas cuantas copas junto a compañeros de batallas como el dramaturgo Juan José Alonso Millán: «Pregunta, pregúntale a Juanjo que probablemente él se acuerde de más cosas que yo». Efectivamente, el brillante autor teatral posee una memoria de elefante y relata con precisión lo que sucedía cada noche entre aquellas paredes:
«¡Raúl, que es un tío muy divertido, y era muy guapo y ligaba mucho, venía muchas veces con nosotros, sí, éramos unos golfos! Cenábamos en sitios como Riscal, donde comías unas paellas buenísimas, y por allí aparecían artistas como Porrina de Badajoz y otros. Los que tenían dinero les decían por ejemplo: Queremos un cantaor, tres guitarristas y un bailaor. Y los contrataban para llevarlos a Manolo Manzanilla. Y ya empezaba la noche madrileña, que era maravillosa pero se ha perdido. Ya no hay noches ni hay nada y sino pregúntale a algún taxista viejo que te encuentres.
En la carretera de Barcelona había una serie de pequeños chalets que se convirtieron en restaurantes y uno era el de Manzanilla. Entonces íbamos porque era de los pocos sitios que estaban abiertos. Para los que nos gustaba el flamenco, o más bien, la juerga, era una forma de pasarlo bien con actores y actrices alargando la noche, cosa que hacíamos con frecuencia en aquella época. Funcionaba de la siguiente manera:
A partir de las dos de la mañana más o menos, o llevabas tú a unos flamencos o Manolo te los buscaba. Llegábamos, nos asignaba uno de los seis cuartos que creo que había y volvíamos a cenar allí. El restaurante era muy limitado, había jamón, queso, tortilla y la especialidad, que era conejo al ajillo. Generalmente a los que actuaban también se les daba algo de comer. ¡Lo pasábamos fenomenal! Figúrate, en un cuarto bebiendo, comiendo y escuchando flamenco, aquellas letras maravillosas de Machado y de toda esa gente.
Además de Raúl también
venían con frecuencia Rabal y Fernán Gómez. Como anécdota recuerdo que Fernando
que nunca tuvo coche, iba siempre en taxi y lo dejaba esperando en la puerta
las cuatro o cinco horas que estábamos allí, hasta que amanecía. ¡A veces hasta
se olvidaba de que tenía el taxi fuera!
Todo aquello se
ha perdido y por una razón: Hoy hacer eso no sé lo que costaría, sería
impensable preparar así entre pocos amigos una juerga con tres o cuatro
flamencos de moda pero entonces lo hacíamos casi a diario con el dinero
que teníamos en el bolsillo. No digo que fuera una cosa al alcance de todo el
mundo pero sí de unos locos del teatro y el cine. ¡Eso mismo hoy podría
costar millones!»
Vivencias épicas
El desaparecido periodista y editor del semanario El
Caso, Eugenio Suárez también fue un habitual de la legendaria
venta: «Sólo me acuerdo de que yo le echaba whisky al coche y ya sabía ir solo»,
me confesó una vez. Otro que pasó por allí fue el publicista,
promotor y cronista Enrique Herreros, que siempre cuenta una
divertida anécdota ocurrida en unos días de descanso del rodaje de Carmen,
la de Ronda (T. Demicheli, 1959), que se filmaba en los cercanos
estudios CEA. Dos de los protagonistas, Maurice Ronet y Jorge
Mistral aparecieron por la venta en la madrugada de un sábado y no
salieron ¡hasta el lunes por la mañana! Parece ser que el Cojo de Madrid que era
el artista al que le tocó entretenerlos, le decía a Ronet: «¡Don Maurisioo, no
puedo má, estoy asfisiaao!».
Sucursal en Almería
Todavía con la venta de la carretera de Barcelona en
funcionamiento, en 1963 Manolo Manzanilla abrió otro negocio llamado igual en
Almería en los bajos del Edificio Playa, equipado con tablao y
sala de fiestas. Allí actuó lo mejor del flamenco patrio desde Fosforito a
los Habichuela, pasando por Perlita de Huelva o Chiquito
de Málaga. Entre la selecta clientela se recuerdan a numerosos artistas
internacionales como Clint Eastwood, Brigitte Bardot o John
Lennon que celebró allí su 26 cumpleaños cuando estaba rodando en
tierras almerienses la película Cómo gané la guerra (R.
Lester, 1967) . En los años setenta los tiempos cambiaron, aquellas costumbres
entraron en declive y se cerró el negocio que ya se había reconvertido en
un local de alterne.
Ya clareaba el 24 de diciembre de 1963, cuando el citado actor Paco Rabal regresaba a su domicilio conduciendo su Mercedes
blanco con la actriz Emma Penella de copiloto por la autopista
de Barajas. Era entonces cuando
rodaba la película La otra mujer (F. Villiers, 1964) y habían rematado en Manolo Manzanilla una de sus largas noches junto a algunos amigos
como Sancho Gracia que también participaba en dicho film
o José María Ruiz-Gallardón (padre del que fue ministro y
alcalde de Madrid). El caso es que a la altura del kilómetro 4,4 en sentido
Madrid, se estrellaron repentinamente contra un camión Pegaso, perdiendo el
conocimiento prácticamente en el acto. A Emma el accidente le causó leves
contusiones pero Paco casi no lo cuenta. Se rompió la pierna y el brazo
izquierdo y sufrió dos graves heridas en la cara que se quedaron con él para
siempre en forma de cicatrices, engrosando así el mapa de su piel curtida en
mil aventuras que, afortunadamente, pudo seguir contando muchos años más.
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