Benavente, un talento ingratamente olvidado

Centenario del Nobel de Literatura concedido al dramaturgo español



Carlos Arévalo

El 10 de diciembre de 1922, hace ahora exactamente un siglo, se celebraba en Estocolmo la tradicional ceremonia de entrega de los premios Nobel, los más prestigiosos galardones del mundo dedicados a reconocer a personas o instituciones cuya labor en distintas disciplinas sea considerada notable para la humanidad. Y el Nobel de Literatura recayó precisamente en aquel año en el ilustre dramaturgo Jacinto Benavente Martínez (Madrid, 1866-ídem, 1954). Era el tercer español que recibía tan alto reconocimiento tras concederle también el de Literatura a José Echegaray en 1904 y el de Medicina y Fisiología a Santiago Ramón y Cajal en 1906. 

Pero don Jacinto no pudo asistir a la exclusiva ceremonia por encontrarse en América adonde se dirigió en barco en marzo de aquel mismo año como director artístico de la compañía teatral de la eminente actriz Lola Membrives. Por lo que tiene de pintoresca y entrañable, merece la pena recordar aquella etapa bohemia y nómada en la que el escritor viajaba unido a los comediantes que interpretaban sus textos. En el mes de noviembre le comunicaron la feliz noticia cuando se encontraba en la localidad argentina de Rufino desde donde se desplazarían en tren a Mendoza para seguir con las representaciones de su repertorio. Todos los miembros de aquel elenco estaban alojados en un vagón situado en una vía muerta donde pasarían la noche a la espera del expreso procedente de Buenos Aires para engancharse al convoy.

De madrugada, alguien llegó a la solitaria estación preguntando por el señor Benavente, a quien debía entregar unos telegramas. Los recogió el primer actor de aquella compañía, Ricardo Puga, el mismo que había estrenado el inolvidable personaje de Crispín en Los intereses creados y que el propio don Jacinto interpretaba en alguna ocasión durante aquella tournée americana. Enseguida le hizo llegar los despachos recibidos al «padre», como llamaban todos cariñosamente a don Jacinto, que descansaba en una de las literas del vagón. El célebre autor leyó aquellos mensajes de enhorabuena procedentes de España e inmediatamente compartió con Puga su satisfacción por la concesión del Nobel. «¡Maestro, champagne!», le dijo el actor, y pronto abrieron unas botellas para brindar y festejar con el resto de los compañeros tan emocionante noticia. Hay que recordar que, años antes, Benavente había pedido públicamente el Nobel en varias ocasiones para Benito Pérez Galdós a quien consideraba su maestro, sin que nunca llegaran a concedérselo.

Su periplo por Argentina y por otros países de habla hispana no le permitió recoger el premio y por tanto tampoco pudo pronunciar su esperado discurso de agradecimiento aunque la academia sueca reiteró durante la gala, el fantástico e incuestionable talento del intelectual madrileño. Benavente, tenía entonces cincuenta y seis años y ya llevaba veintiocho como autor teatral. En 1894 había estrenado su primera obra, El nido ajeno a la que seguirían numerosos textos dramáticos muy aclamados en los escenarios como Rosas de Otoño (1905), Los intereses creados (1907) o La malquerida (1913) por citar algunos de sus títulos más recordados. El premiado autor era ya una figura internacional. En junio de aquel mismo año se le había rendido un más que merecido homenaje en el Belmont Theatre de Nueva York, donde, tras una extensa gira por el país, noche tras noche se representaba con un éxito arrollador la versión inglesa de La malquerida protagonizada por la actriz Nance O’Neil. En España también divulgaron sus obras los más afamados intérpretes de su época como María Guerrero y Fernando Díaz de Mendoza, Rosario Pino, Emilio Thuiller, Carmen Cobeña...

Nació el bueno de don Jacinto en Madrid en el verano de 1866, concretamente en el número 27 de la céntrica calle del León, donde una placa conmemorativa recuerda tal acontecimiento, y fue bautizado en la cercana parroquia de San Sebastián. Cursó sus estudios en el colegio de San José y se examinó por libre en el Instituto de San Isidro. Su padre fue el conocido doctor don Mariano Benavente, todo un referente de la pediatría en su época. Tanto es así que, curiosamente, padre e hijo cuentan con sendos monumentos en el Parque del Retiro dedicados a sus respectivas figuras.

El que fue prolífico renovador del teatro del siglo XX, siempre se consideró «un burgués inquieto». De ideas liberales, fue diputado en Cortes por el partido de Antonio Maura en 1918. En alguna ocasión declaró: «En España, en ciencias, en artes, en cualquier profesión o trabajo, no basta ser lo que se es: hay que ser de una derecha o de una izquierda, y es inútil pretender que la derecha celebre lo que se inclina a la izquierda, y viceversa». Y su afirmación continúa tristemente vigente hoy. Dotado de una inteligencia privilegiada y de una desbordante cultura, se fraguó en aquel Madrid de su tiempo una leyenda en torno a su carácter, que le atribuía ingeniosas anécdotas como aquella en la que iba caminando por la calle del Príncipe cuando vio que por la misma acera venía de frente el escritor José María Carretero, alias «El caballero audaz»: «Yo no cedo el paso a maricones», le espetó sin apartarse el deslenguado literato. Y Benavente, bajando de la acera mientras le hacía un gesto para que pasara, le contestó con su fina ironía: «Pero yo, sí».

Fue el excelso artista un compulsivo fumador de puros y un gran amante de los dulces. Paradigma de sensibilidad y buena educación, compartía con generosidad sus vastos conocimientos en sus famosas y animadas tertulias que capitaneó en extintos cafés madrileños como el Gato Negro (C/ Príncipe, 14) junto al teatro de La Comedia, el Lisboa (C/ Mayor, 1) o el Marfil (C/ Cedaceros esquina Alcalá). Escribió más de 170 obras y realizó extraordinarias adaptaciones de Shakespeare, Molière o Dumas entre otros, además de pronunciar numerosas conferencias y publicar cientos de artículos en prensa. Decía el brillante autor: «Para mí escribir comedias siempre fue aquel mismo juego de niño. Pero, ¿hay nada que los niños tomen más en serio que los juegos? Siempre mi juguete ha sido el teatro. Yo hacía obritas teatrales para después tener el placer de representarlas en el teatro de muñecos y esto me divertía tanto como pueda divertir a la juventud de ahora jugar al golf, al tenis o al fútbol. Mi placer no estaba en escribir las obras, sino en representarlas». Aseguraba también que «crear una comedia en tres actos me lleva ventitantos días». 



Fue nombrado académico de la RAE (Real Academia Española) en 1912 y, aunque su única pasión fue el teatro, Benavente también trabajó como guionista, adaptador y productor cinematográfico en una veintena de títulos e incluso codirigió dos películas La madona de las rosas junto a Fernando Delgado en 1919 y la primera versión de Los intereses creados en aquel mismo año junto al ya citado Ricardo Puga. Durante sus últimos años residió a caballo entre Madrid y la localidad de Galapagar, donde poseía una finca llamada «El torreón», en cuyo cementerio está enterrado. Dada la profunda amistad que le unía a la familia Hurtado, ésta cuidó de él durante su delicada vejez. Muy agradecido a sus constantes atenciones, Benavente fue padrino de las populares hermanas Hurtadosus actuales herederas, hijas de la inolvidable actriz Mary Carrillo y del actor, director y empresario teatral Diego Hurtado

El genial dramaturgo nos dejó a los ochenta y siete años en su domicilio de la calle de Atocha, 26 en julio de 1954. Una gran plaza cercana a dicha vía lleva su nombre en recuerdo a tan distinguido vecino pero ello no basta pues como enésimo ejemplo de nuestra ingrata memoria, su figura y legado permanecen olvidados en los desvanes del tiempo. Un siglo después, Benavente continúa siendo el último dramaturgo español en recibir el Nobel y, lamentablemente, su ingente producción teatral apenas es recordada hoy sobre nuestros escenarios, así como su nombre, que prácticamente nadie pronuncia.

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