Enrique de Aguinaga: «Fui muy feliz en el Madrid de los años cuarenta»

 A sus 97 años, el periodista más veterano de España nos recibe en su residencia madrileña

El periodista, profesor y Cronista de la Villa don Enrique de Aguinaga durante la entrevista en su domicilio.

Carlos Arévalo

Tarde madrileña típicamente otoñal. El cielo comenzaba a tornarse grisáceo y durante la jornada ya habían caído algunos breves e impertinentes chubascos. Las hojas amarillentas se arremolinaban en los jardines colindantes de la Ciudad de los Periodistas. En uno de los mastodónticos bloques de viviendas de este complejo residencial habita desde su fundación en 1975 el ahora decano de los periodistas españoles, don Enrique de Aguinaga (Valverde del Fresno, 1923).

Le solicito un encuentro a través del correo electrónico que, a sus 97 años cumplidos, maneja con una destreza pasmosa. Me cita en su domicilio y acudo puntual a la cita. Me abre la puerta una persona encargada de su cuidado y me hace pasar al inmediato salón amueblado en madera que preside un gran retrato del cronista y profesor emérito. Enseguida hace su entrada el casi centenario Aguinaga que se apoya en un bastón y se toca con boina a lo Baroja. Está bien abrigado, sobre la camisa de cuadros lleva un chaleco y encima una chaqueta de pana oscura. Saca de un bolsillo un pequeño aparato eléctrico que le sirve para calentarse las manos. «Tengo algo de frío sobre todo en las manos y en la cabeza, por eso le recibo así», es lo primero que me dice. Inmediatamente se sienta en una mecedora y me señala un sillón a su derecha para que tome asiento, el destinado a las visitas que, al parecer, no son frecuentes.

Sin que me dé tiempo a formularle la primera pregunta, don Enrique empieza a hablar de su labor como Cronista Oficial de la Villa, reconocimiento que ostenta desde 1964. Su asombrosa capacidad para reproducir fechas, nombres y anécdotas no parece de este mundo. Gesticula con elegancia moviendo sus manos jóvenes y blancas. Tras la fina montura de sus gafas, sus vivos ojos negros permanecen atentos a la conversación en todo momento. Me fijo en su inconfundible sello de identidad que le otorga un aire serio pero simpático a la vez: su atildado bigote ancho, níveo e imperturbable idéntico al del cuadro y al de otras fotografías que decoran la estancia. Estoy frente a un hombre que ha vivido la II República, la guerra civil, el franquismo y la democracia y que ha tratado a infinidad de gentes ilustres de nuestra cultura como José Ortega y Gasset o Ramón Gómez de la Serna.

Me cuenta que su corazón está repartido entre varios amores que se plasman en cuatro nutridas bibliotecas: una dedicada a la ciudad de Madrid, otra a la teoría del Periodismo de la que ha sido profesor durante más de medio siglo, una tercera a la Historia Española Contemporánea y la última a la figura de José Antonio Primo de Rivera. Se define racional e intelectualmente «joseantoniano» pero no falangista. Defiende el legado de «El Ausente» tras leer sus obras completas allá por 1941, hecho que le marcaría de por vida como un deslumbramiento gracias al cual llega a publicar varios libros sobre el carismático líder político. No parece apenas damnificado por su avanzada edad y además de lucir un fabuloso aspecto físico, su dominio mental es más que manifiesto. Uno de los privilegios que le han otorgado los años es el de ser el número uno en todas las instituciones a las que pertenece como el cuerpo de Cronistas Oficiales de la Villa, el Instituto de Estudios Madrileños o la Asociación de la Prensa. Haciendo gala de un entrañable sentido del humor, me espeta: «En el Ateneo de Madrid me pisa el decanato Emilio Lledó que aunque es más joven que yo, se apuntó antes». Al rato le sirven la merienda pero Don Enrique prácticamente ni la mira. «No se preocupe usted porque yo como poco y a menudo», me dice para tranquilizarme.

La teoría Aguinaga

La enseñanza ha sido uno de los pilares de su extensísima trayectoria a lo largo de la cual ha sido profesor en la Escuela Oficial de Periodismo, en la Universidad Complutense de Madrid, en San Pablo-CEU o en el Máster de ABC. En su faceta didáctica llegó a plantear y desarrollar su propia teoría del Periodismo que bien podría estudiarse en la facultad de Ciencias de la Información como «la teoría Aguinaga» y que él mismo resume así: «El Periodismo es un sistema de clasificación de la realidad por aplicación de las operaciones de selección y valoración y por aplicación de los factores de importancia e interés».

Me dice que recientemente ha escrito cuatro artículos que le han publicado y que está distribuyendo entre sus amigos con la conciencia de que sean los últimos pues confiesa que le da cierta pereza escribir más pero que lee el periódico a diario, responde a los e-mails y maneja el teléfono móvil con total naturalidad. Y también huye del sedentarismo tratando de moverse aunque sea por el pasillo de su casa «porque he leído en varios sitios que el sedentarismo es la muerte». Pero sobre todo lo que hace don Enrique es pensar. Pensar y tratar de soltar lastre. Por eso se ha desprendido ya de dos de sus citadas bibliotecas, archivos y papeles donándolos respectivamente al Museo de Historia de Madrid y a la Universidad de Extremadura. Cita a Antonio Machado de memoria y asegura: «Tengo todas las papeletas para que me toque la rifa y quiero irme ligero de equipaje, casi desnudo como los hijos de la mar».

Al desarrollar cualquier respuesta, Aguinaga parece extraviarse hacia otros asuntos pero es capaz de regresar magistralmente al punto anterior y reconducir la conversación sin aparente dificultad. Asegura que recuerda las cosas del pasado mejor que las más recientes, algo muy habitual en las personas mayores. La tarde se desvanece sin que apenas nos demos cuenta y durante un buen rato nos quedamos en penumbra en su salón, rodeados de sombras y recuerdos.

Una infancia itinerante 

Y hablamos de su vida. Aunque nació en la localidad extremeña de Valverde del Fresno -donde tiene una calle con su nombre- apenas vivió tres meses allí junto a sus padres y sus dos hermanos mayores. El motivo, el itinerante trabajo de su progenitor, veterinario del Cuerpo Nacional y entonces destinado al servicio de Aduanas. Como en la frontera había mucho tráfico de ganado de mulas principalmente, le tocó venir al mundo en ese pequeño pueblo cacereño. Así su infancia transcurrió en diversos puntos fronterizos de la geografía española como Fermoselle o Salvatierra del Miño. Después vivieron en Vigo, Jaén o Santander. En 1931 al proclamarse la II República se instalan temporalmente en Madrid donde su padre -militante republicano de convicción- entra en la Dirección General de Ganadería gracias a su íntimo amigo Félix Gordon Ordás que más tarde llegaría a ser Presidente de la República en el exilio. 

De Madrid a Valencia y de allí a Barcelona hasta que finaliza la contienda. Al morir su padre lo entierran en la fosa común de Montjuich pero su madre y él se quedan desamparados económicamente así que no tienen más remedio que trasladarse a Orense donde vivía uno de sus hermanos. Allí permanecerán hasta que en 1944 consigue una beca en la Escuela Oficial de Periodismo en Madrid por la que le dan 500 pesetas al mes, cantidad que le permitirá vivir junto a su madre en la capital española.

Llega el momento de evocar el Madrid que usted conoció en los lejanos años cuarenta

« ¡Cómo no me voy a acordar de mi llegada a Madrid! ¡Llegué en tren y entrando por la ventanilla! Entonces había un déficit de todo, era la posguerra y todavía estaban los escombros...los ferrocarriles se habían reducido considerablemente tras destruirse muchos de ellos, así que los trenes iban abarrotados. Y la gente se quedaba en la plataforma porque estaban todos los departamentos ocupados y no había manera de entrar por la puerta porque la atascaban decenas de personas. Entonces no te quedaba más remedio que subir por la ventanilla.  Yo era un joven de apenas dieciocho años y todo me parecía bien. Mi vocación era el periodismo y mi objetivo la conquista de Madrid. ¡Y estaba en Madrid! Ya con eso tenía de sobra.

Recuerdo que me instalé en la Pensión Escalera que estaba al lado de la plaza de Isabel II -hoy Ópera- en un edificio que ya no existe. Se anunciaba en el Diario Ya con estas mismas palabras: «Arrieta, 8. Completa, 9». Es decir, en el número ocho de la calle de Arrieta, por nueve pesetas tenías pensión completa. Nos pasaban semanalmente la factura para evitar fugas. Si salías a la calle siempre venía alguien de la pensión detrás a mirar que no te llevaras una sábana o algo. Si querías bañarte tenías que pagar creo que tres pesetas y te entregaban una toalla y una pastilla de jabón. En las comidas nos solían poner lentejas y si querías podías pedir un plato extra por 1,50 pesetas más. De segundo a veces había huevos fritos y de postre generalmente o naranja o plátano pero tan pequeños como un dedo, ¡raquíticos! ¡Nunca en mi vida he visto naranjas y plátanos tan pequeños! Me acuerdo perfectamente cómo de dos huevos hacían tres de la siguiente manera: Sobre el mármol de la cocina vaciaban dos huevos. Con un cuchillo cogían un poco de clara de cada huevo y la arrastraban juntándolas haciendo una tercera. Y después con una jeringuilla extraían un poco de yema de cada huevo, añadiéndola a la clara nueva. Aquello quedaba muy espachurrado pero en aquella época, pasaba. Por cierto, en esa pensión coincidí con el humorista Evaristo Acevedo con el que allí mismo hice un periodiquito al que llamamos precisamente El Huevo Frito.

Los huéspedes teníamos que entregar nuestras cartillas con los cupones de abastecimiento -aceite, azúcar, tabaco...- al dueño de la pensión y él se ocupaba de todo. Iba a las tiendas a sellarlos y se quedaba con los alimentos para luego administrarlos como quisiera, y además le pagábamos las nueve pesetas que era un precio minúsculo. De aquel Madrid, el Olimpo para mí era la Escuela de Periodismo que estaba en un chalecito de la calle de Zurbano. En los años cuarenta que tanto critican, yo fui feliz, viví sobriamente pero encantado de la vida. Y es que no se debe generalizar, naturalmente no era el Madrid del señor al que habían fusilado a su padre, para mí fue una época estupenda…cada uno lo vivió según sus circunstancias personales».

En 1944 y gracias a la citada beca, pudo don Enrique traer a su madre de Orense e irse a vivir con ella a una casa en la calle de Manuel al lado del Palacio de Liria donde alquilaron «dos habitaciones con derecho a cocina». Pronto comenzó a hacer prácticas en el Diario Arriba como meritorio y de acuerdo con la jerarquía habitual, en el 46 lo nombraron colaborador fijo haciendo entrevistas y reportajes. Finalmente en el verano de 1948 lo contrataron como redactor ocupándose de la información municipal. Al entrar en aquella redacción tuvo la oportunidad de conocer a periodistas y escritores como José Martínez Ruiz «Azorín», Manuel Alcántara, Eugenio Montes, José María Sánchez-Silva, Rafael García Serrano o Ismael Herráiz que se convertirían en grandes referentes para aquel joven lleno de ilusiones. Allí también trató al maestro de la pluma César González-Ruano que en sus memorias Mi medio siglo se confiesa a medias tuvo unas elogiosas palabras para él asegurando que descubrió en Enrique de Aguinaga «un finísimo cronista de la última hora joven». Al hacerle esta observación el veterano periodista sonríe y rememora la figura del tan olvidado Ruano: «Lo recuerdo perfectamente con sus luces y sus sombras. Era un extraordinario escritor de periódicos, escribió en Arriba con mucha fidelidad hasta que la cosa se desmoronó y se marchó a ABC donde siguió publicando con enorme éxito».

Hasta 1951 -año en que se casó con su gran y único amor, la también periodista Manuela Martínez Romero, natural de Ribadeo y a la que cariñosamente llamaba «Manolis»-, Aguinaga no tuvo casa propia. Consiguió un pequeño piso en la castiza Avenida de los Toreros gracias al entonces alcalde de Madrid, José Moreno Torres pues eran viviendas construidas por el Ayuntamiento. Tenía como vecinos de bloque a briosos militares como los generales Dávila o Saliquet. Vivió allí con su esposa y sus seis hijos hasta 1975, año en que se inauguró la Ciudad de los Periodistas donde reside desde entonces. De su labor como informador municipal se iniciaría una íntima relación con el consistorio madrileño que se prolongaría durante toda su carrera pues tras esa etapa en el Arriba, Aguinaga será nombrado Delegado de Servicios del Ayuntamiento y durante una década, Delegado de Abastos de Madrid. Aunque tras su fichaje municipal tuvo que pedir una excedencia en el periódico aparcando el ejercicio de la profesión, lo que nunca hizo fue abandonar su otro trabajo y verdadera vocación que era el de la enseñanza del Periodismo: «No he hecho un periodismo de relumbrón ya que como me dediqué fundamentalmente a la información municipal, habiendo información política o deportiva, parece que quedaba como en un segundo plano aunque hubo muy buenos profesionales en ese ámbito como Mariano Rodríguez de Rivas, José Manuel Miner Otamendi o Adolfo Prego, abuelo de Victoria Prego».

Hábleme de los viejos Cronistas de la Villa como Répide o Carrere a los que probablemente pudo conocer en sus últimos años…

«Para mí y probablemente como consecuencia de mi adscripción «joseantoniana» yo era lo que se llamaba un joven revolucionario. Era el lema: «Ni izquierdas ni derechas, la revolución». Así que para aquella juventud, personajes como Emilio Carrere nos parecían entonces unos fantasmas del pasado que además ya estaban en retirada. En el caso de Pedro de Répide hay que reconocer que era un cronista en torno al que existía cierta mitología además de que describió las calles de Madrid como nadie, primero publicadas El Liberal y después en libros.

Yo discutía con Víctor Ruíz Albéniz «Chispero», abuelo de Alberto Ruiz Gallardón, que tenía una columna en el Diario Informaciones y yo la tenía en Arriba. Él era de los que yo denominaba «aquelistas» porque estaban siempre diciendo: «Aquel Madrid, aquel Madrid…». Y yo desde el primer momento fui enemigo declarado del casticismo. Pienso que Madrid es otra cosa, es un cuerpo espiritual, es patria de todos y tiene un poder universal de adopción pero el casticismo es todo lo contrario, es el localismo y es también lo que decía Ortega y Gasset, el «tibetismo». Toda esa prosopopeya del lenguaje vinculada a lo castizo que los sainetistas como Carlos Arniches promulgaban,  es inventada. Por ejemplo, en aquellas comedias un madrileño para pedir permiso para entrar en un sitio, en lugar de decir sencillamente: «¿Se puede pasar?», los autores escribían cosas como: «¿Da usted su aquiescencia penetrativa?» ¡Eso es mentira! ¡Los castizos no hablan así!

Al que sí traté fue a Antonio Díaz-Cañabate que también iba de castizo pero más «orteguiano» y tenía talento. Evocaba un Madrid antiguo porque hablaba así, tenía ese deje pero no estaba entre los carcamales. Como crítico taurino era muy temido y en esa época circulaba por Madrid un epigrama que decía y una vez más, Aguinaga me deja perplejo con su memoria intacta: «¿Quién es ese botarate que en todas partes se mete, que se llama Cañabate y le dicen ¡Coño, vete!?». Otro de los cronistas a los que conocí fue a Federico Carlos Sáinz de Robles y aunque discutía mucho con él, le tenía un gran respeto por haber escrito el libro Historia y estampas de la Villa de Madrid que es todo un lujo, fundamental».

Creo que con Ramón Gómez de la Serna tuvo usted una relación magnífica…

«Fuimos uña y carne y he de decir con cierta petulancia «Mi Ramón» porque para mí RAMÓN es Dios. Creo que es uno de los mejores cronistas de Madrid y resulta que nunca lo nombraron como tal. He pronunciado varias conferencias importantes sobre su figura y conservo libros suyos dedicados además de dibujos originales y correspondencia con él, cartas en las que se declaraba franquista. Incluso él tenía un fichero con pequeñas papeletas donde apuntaba las ideas y los argumentos para sus artículos y memorias. Ese fichero lo vendió su viuda Luisa Sofovich a la Universidad de Pittsburgh pero yo guardo seiscientas fichas de aquellas que él me dio. Actualmente todo eso lo he incluido en la donación que he hecho al Museo de la Historia de Madrid.

Yo recibía sus artículos en Arriba que enviaba desde Buenos Aires y cuando vino a España en 1949 apenas me separé de él. Lo trajo el entonces Director General de Propaganda, Pedro Rocamora y ejerció como anfitrión Rodríguez de Rivas. Estuve en todos los homenajes que se le brindaron, en el banquete que le dimos en la redacción del periódico que la decoró Viúdez, en la comida de los intelectuales en la Taberna del Púlpito en la Plaza Mayor, en el viejo café de Pombo…Cuando regresó a Argentina, el hecho de manifestarse franquista le perjudicó enormemente, lo hundió. Sus compañeros le hicieron la vida imposible e incluso destruyeron un libro maquetado que tenía para imprenta creo que sobre Goya. Cuando falleció en 1963 y lo trajeron a España, instalaron la capilla ardiente en el Ayuntamiento y me acuerdo que tocaron en su honor el famoso chotis Madrid, después estuve en el entierro, naturalmente. Ramón era divino».

¿Y cómo conoció a José Ortega y Gasset?

«Con él fue un trato diferente al de Ramón pero lo conocí en la conferencia que dio en 1946 titulada Idea del teatro en el Ateneo de Madrid, que estaba abarrotado y que, por cierto, la pronunció con un busto de Francisco Franco detrás, iluminado. Tengo de aquella conferencia y de otras que dio en el cine Barceló lo que no tiene nadie y es el texto taquigráfico que varía sorprendentemente respecto a lo que se publicó después en la prensa por cuestiones de censura».

Por último, ¿Qué rincón secreto de Madrid guarda en su memoria con mayor cariño?

«Bueno era un lugar medio secreto, un restaurante donde nos reuníamos los cronistas que se llamaba El mesón de Santiago y que estaba precisamente en la calle de Santiago. La particularidad es que no admitía clientes libremente. Tenía una mirilla, llamabas, miraban y si les gustabas te preguntaban de parte de quién ibas y si no les gustabas decían que estaba lleno. Lo regentaba una peculiar pareja formada por un fotógrafo cordobés muy popular en Madrid que se llamaba Manuel y de una malagueña muy «echá pa ‘alante» llamada Victorilla que había sido cantante en su juventud y que cocinaba estupendamente. Ambos personajes empezaron dando fiestas a los amigos en la terraza del ático de Gran Vía donde él tenía su vivienda y su estudio hasta que decidieron rentabilizar aquellas juergas y abrieron el restaurante en el que sólo entraban quienes ellos querían aunque era un negocio absolutamente ilegal. Ahora sería impensable. 

Con estas peculiaridades iban muchos cargos del Ministerio de Asuntos Exteriores cuando tenían alguna visita o algún compromiso. Como nos quedaba cerca del antiguo Ayuntamiento que estaba en la Plaza de la Villa y buscábamos un sitio recóndito y curioso para las comidas municipales, les ayudamos con los trámites para regularizar su situación y que no les pusieran una multa o se lo cerraran. Encontramos un estatus singular que era «restaurante que sólo sirve comidas por encargo». Bajábamos a una catacumba donde se celebraban aquellas comidas divertidísimas e incluso se encargaban unas láminas preciosas a la Imprenta Municipal con los menús. Los dueños siempre contrataban a un guitarrista que amenizaba las reuniones y hasta pusimos una placa conmemorativa dedicada a los cronistas que íbamos por allí».

La larga y amenísima conversación con don Enrique toca a su fin y me despide gentilmente no sin antes acompañarme hasta la puerta. Al salir a la calle me encuentro con una noche cerrada, áspera y fría que tiene mucho de invernal y contrasta bruscamente con la agradable sensación que me había producido el encuentro con el maestro Aguinaga y su calidez humana.

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