Historia del veraneo en Madrid

Un recorrido por las tradiciones caniculares de los madrileños

Carlos Arévalo

Dicen que fue el político madrileño Francisco Silvela, ministro de varias carteras y cuyo nombre ha quedado ligado a la historia de la ciudad gracias a la amplia y elegante calle que lleva su nombre, el que pronunció aquella frase que rezaba: «Madrid en agosto, sin familia y con dinero, Baden Baden». Dicha sentencia también se le atribuye a Mariano Osorio, tercer Marqués de la Valdavia pero el caso es que, al menos antes, la comparativa de la capital española con la ciudad alemana enclavada en plena Selva Negra y célebre por sus relajantes balnearios y aguas termales era realmente acertada. Y es que los pudientes que se quedaban «de Rodríguez» durante la época estival podían disfrutar de un mes en Madrid de lo más entretenido.

Pero antes de que empezara a ponerse de moda la costumbre de veranear -el cronista Pedro de Répide la sitúa en los últimos años del reinado de Isabel II, es decir, hacia 1860-, tan solo unas pocas familias privilegiadas trasladaban temporalmente su residencia a sus fincas en las cercanías de la capital mientras el resto era feliz combatiendo las calurosas jornadas veraniegas entre las sombras del Retiro, de la Casa de Campo o bañándose en las otrora más caudalosas aguas del río Manzanares.

En los barrios bajos durante las noches de estío, el calor era insoportable en las minúsculas viviendas y las familias hacían la vida en la calle, sacando algunas sillas y mesas para cenar y jugar a las cartas y, en muchas ocasiones, llevándose los colchones para dormir a la intemperie en plena vía pública, acompañados, eso sí, del siempre fresco y tan castizo botijo. En aquel Madrid con alma de poblachón manchego como lo definieron algunos, también eran habituales los vendedores ambulantes y los puestos callejeros de alimentos perecederos como los melones procedentes del afamado pueblo de Villaconejos, muy próximo a Madrid, manjares económicos que paliaban la sed de los vecinos.


Tradicionalmente el Madrid popular también ha sabido disfrutar durante el mes de agosto de sus tres verbenas más auténticas y jaraneras: San Cayetano, San Lorenzo y La Paloma, ésta última conocida por todos gracias a la universalidad que le otorgó la célebre zarzuela con libreto de Ricardo de la Vega y música del maestro Tomás Bretón. Los bailes y merenderos como el de La Bombilla fueron otro divertimento para los más humildes, que asistían a estos recintos para pasar sus ratos libres y, muchas veces, encontrar el amor.

Tras la llegada del cinematógrafo a finales del XIX, paulatinamente se fue implantando esta gran revolución audiovisual en nuestra Villa y Corte instalándose al aire libre los primeros cines de verano en azoteas y explanadas donde cientos de personas soñaban con aquellas vidas de repuesto sentados en incómodas sillas de tijera que entonces debían de parecerles mullidos sillones.


Por su parte, las gentes pertenecientes a las clases acomodadas, antes de ir a San Sebastián o a Santander -era el norte español el destino favorito de la burguesía- acudían al señorial paseo de Recoletos donde alquilaban las sillas de hierro dispuestas para solaz y descanso de los madrileños junto a los aguaduchos o puestos de bebidas naturales que entonces existían instalados en dicho bulevar. Allí adquirían refrescantes limonadas, sangrías, horchatas de chufa o la tan popular agua de cebada, que hoy prácticamente nadie recuerda. En la actualidad, aquella bebida tan ligada a la canícula matritense, tan sólo se vende en un kiosco situado en la calle de Narváez a la altura de la esquina con Jorge Juan cuyos propietarios, una saga oriunda del municipio alicantino de Crevillente, fieles a la receta tradicional, siguen elaborándola con un tostado justo, azúcar morena de caña y unos chorritos de limón.


Ahora que las terrazas de verano han perdido su exclusividad en esta época y se han extendido al resto del año plenamente equipadas para confort del cliente, ya no tienen el mismo atractivo pero antes -y ya hablamos de la década de los sesenta del pasado siglo-, sentarse en una terraza en plena Gran Vía bajo sus imponentes toldos -también desaparecidos- era una actividad codiciada por cualquier veraneante que se preciara.

Regresando al Madrid decimonónico y al majestuoso paseo del Prado entonces denominado -Salón del Prado a imitación del estilo francés-, conviene recordar un dato curioso y es que, hubo un tiempo en que por una acera paseaban los transeúntes pertenecientes a la burguesía, por la de enfrente, el pueblo llano y por otro lado muy estrecho que daba al paseo de coches, la suprema distinción. Sin embargo, había algo que unía a todos aquellos estratos sociales y es que, cuando tañían las campanas de la primitiva iglesia de San Fermín de los Navarros, anunciando el Ángelus, todos se paraban, dejaban lo que estuvieran haciendo, descubrían sus cabezas y oraban. Para los que no ubiquen el citado templo en las cercanías de la Cibeles, anteriormente denominada Plaza de Madrid, hay que recordar que hasta 1.882, la iglesia de San Fermín de los Navarros estuvo ubicada en parte de los terrenos que hoy ocupa el imponente edificio del Banco de España.


Anécdotas aparte, mucho antes, por tanto, de que el veraneo causara furor y la llamada «operación salida» atascara nuestras carreteras con millones de contaminantes vehículos, en la capital española no se pensaba en huir a ningún destino ni lejano ni próximo sino que se sabía aprovechar la calurosa estación -cada uno en la medida de sus posibilidades- con verdadera eficacia. Hace años que, tristemente, Madrid en agosto dejó de ser Baden Baden. Por el contrario es una ciudad desolada sin apenas bares ni pubs abiertos ni vida nocturna sobre todo entre semana, consecuencia de la dejadez manifiesta de muchos hosteleros y obedeciendo también a las imposiciones globalistas cuyo propósito es convertir nuestra capital, y nuestro país, en una aburrida ciudad europea destruyendo así su ancestral solera y su alma festiva. Pero como decía el sabio Kipling, eso ya...es otra historia.




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