De padres actores -Enriqueta Cobo y Vicente Haro-, Enrique San Francisco (Madrid, 1955-ibid. 2021) aprendió el oficio directamente sobre las tablas como los cómicos clásicos y tuvo la oportunidad de trabajar con los mejores. Y gracias a aquella escuela intuitiva y de raza, llegó a ser un excelente intérprete. Su bautismo escénico fue nada menos que con un título de Shakespeare. Y es que formó parte del elenco de El sueño de una noche de verano que dirigió Cayetano Luca de Tena en el Teatro Español en 1964. Con apenas seis años ya había debutado en el cine en la película Diferente (Luis María Delgado, 1961) y a mediados de esa década lo haría en la pequeña pantalla en la serie Santi, botones de hotel a la que seguirían varios espacios dramáticos de la entonces sobresaliente Televisión Española.
Desde aquellos inicios y durante casi sesenta años, su currículum se fue nutriendo de incontables trabajos: en torno a 70 largometrajes, 40 obras de teatro y decenas de geniales monólogos, series, programas de televisión y anuncios. Precisamente el último fue el spot navideño de Campofrío en el que, como una premonición, encarnaba de manera magistral y burlesca a la inmisericorde dama de las ojeras y la guadaña. Lamentablemente aquella ficción fue superada por la cruda realidad pues tras casi dos meses hospitalizado y cuando parecía que su salud remontaba, el bueno de Quique, en lugar de despertarnos una carcajada, nos ha cabreado y entristecido enormemente. En sólo nueve días habría cumplido 66 años aunque es «vox populi» que los exprimió como si hubiera vivido el doble.
Y es que nadie se extrañará al leer que hacía demasiado tiempo que el cómico madrileño maltrataba su salud a conciencia y cultivaba hábitos nada recomendables para su supervivencia. Y aún así, su espíritu se mantuvo libre hasta el final y su pensamiento, claro y sin tapujos. Aguantó el tipo, continuó trabajando y, lo más complicado de todo, el tío siguió vivo. Gozaba, como diría Sabina, de una «mala salud de hierro» que le permitió aguantar bastante más tiempo del que muchos vaticinaban. Dueño de una biografía casi suicida, ni las drogas -duras y blandas- ni los accidentes de moto ni la cárcel ni el ejército pudieron derribar su desgarbada y aparentemente enclenque figura.
Convertido en el simpático crápula que desde hacía décadas tanto nos entretenía, el triunfo de San Francisco estuvo siempre arropado por el público. La gente percibía su carácter extrovertido, generoso y educado, y lo adoraba. En varias ocasiones pude comprobar que lo querían tanto que le perdonaban todo. Absolutamente todo. Lo vi por última vez hace un año y pico. Fue precisamente en uno de los lugares donde más disfrutaba, sobre un escenario, concretamente el del teatro Príncipe-Gran Vía.
Representaba con enorme éxito el espectáculo Pesadilla en la comedia junto a su divertidísimo compañero artístico Miki D’ Kai. La pareja transmitía una inagotable química gracias a la cual recorrieron España de cabo a rabo con numerosos shows y un sinfín de anécdotas. Pero ya no vi al San Francisco de siempre sino a un hombre castigado por los latigazos que, como un masoquista profesional, seguía atizándose. Estoy casi seguro de que conscientemente asimilaba que en el pecado llevaba la penitencia porque lo que es cierto es que vivió como quiso vivir. Y ante eso, y con la conciencia tranquila de no haber hecho daño a nadie, uno sólo puede decir: «¡chapeau!».
Gracias a su versatilidad como actor, creo que no debemos quedarnos con un único personaje o título representativo de la nutrida trayectoria fílmica de Quique San Francisco, amén de todo el magnífico bagaje teatral que cosechó sin descanso. Además de en el llamado «cine quinqui» de los ochenta -donde muchos críticos se empeñan en encasillarlo por sus papeles en cintas como Colegas o El Pico, ambas de Eloy de la Iglesia- también brilló en otros registros dignos de recordar. Así encontramos inolvidables títulos en su filmografía como La larga noche de los bastones blancos (Javier Elorrieta, 1979), Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989), Orquesta Club Virginia (Manuel Iborra, 1992) o París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999) entre algunos otros.
La comedia se queda muy huérfana de risas y talento y, la bohemia nocturna y canallesca ya no será la misma sin Quique. Los que lo admiramos sabemos que el único homenaje que no le importará tres cojones será el de seguir brindando por él mientras haya a nuestro alcance una cerveza bien fría.