Teatro de Apolo, el recuerdo del templo de la zarzuela en Madrid

Se cumplen 150 años desde la inauguración del extinto teatro de Apolo madrileño

Carlos Arévalo

En este año que ya toca a su fin se han cumplido distintas efemérides íntimamente vinculadas a la historia cultural de Madrid pero una de las que ha pasado más desapercibida es el siglo y medio transcurrido desde la inauguración del suntuoso teatro de Apolo de la calle de Alcalá en 1873.

Estuvo ubicado en el lugar que ocupa el actual número 45 de la castiza calle de Alcalá y su impulsor y primer propietario fue el financiero José María Fontagud-Gargollo. Se erigió en el solar donde había estado el convento de San Hermenegildo, demolido tras la desamortización de Mendizábal y cuya iglesia se convirtió en la Parroquia de San José, que sigue en pie todavía. Para la construcción del teatro se utilizó piedra blanca y hierro fundido, materiales que disminuían considerablemente el riesgo de incendio. La obra fue firmada por el arquitecto Alejandro Sureda a partir del proyecto diseñado por los franceses Chanderlot y Festau y, aunque en un principio se barajaba bautizarlo con el nombre de Moratín, finalmente se optó por denominarlo como el Dios de las Bellas Artes.


Con capacidad para más de 1.800 espectadores, el Apolo destacaba por sus primorosos ornamentos, sus excelentes pinturas decorativas de Francisco Sans y Cecilio Plá o su enorme vestíbulo semicircular cubierto diseñado para permitir la entrada y salida de carruajes que dejaban y recogían a sus acaudalados ocupantes. Gracias una detallada descripción de la época publicada en el diario liberal de Alicante El Constitucional, podemos acceder de modo imaginario pero preciso al interior del desaparecido teatro:

«Al local dan acceso tres grandes arcos cerrados con cancelas de hierro, detrás de los cuales se halla un primer vestíbulo adornado con grandes jarrones y diez columnas imitando a mármol. Las paredes están todas estucadas y la severidad de los adornos dan un tinte simpático al local. Sigue a éste un pequeño salón detrás del cual se encuentra el segundo vestíbulo, desde el que arrancan las escaleras que conducen a las galerías. Está adornado con elegantes estatuas y preciosas arañas de bronce que le dan un aspecto majestuoso.

Subiendo por las escaleras, se llega al piso principal donde se encuentra el salón de descanso, verdadera joya de gusto del Renacimiento, en la que aparte de sus lindísimos adornos, figura un hermoso techo pintado por el Sr. Sans, representando a Mercurio conduciendo a las musas a nuestro planeta.

El patio es desahogado y hecho con gusto a pesar de que resulta un poco pesado por la serie de columnas que desde la platea se levantan sosteniendo los palcos. Se halla decorado con gusto y el techo ha sido pintado también por Sans. Representa a Apolo desterrando del Parnaso a los errores y llamando en su reemplazo a las virtudes y a las artes. También figuran en la techumbre los retratos de nuestros primeros escritores y artistas. El mismo recuerdo se observa en los antepechos de la primera galería de palcos. El telón de boca, que representa unos cortinajes, ha sido pintado con extraordinario primor y gusto por el acreditado escenógrafo Sr. Plá. El escenario es desahogado y reúne muy buenas condiciones para obras de espectáculos. En suma, el nuevo teatro es lo que regularmente suele llamarse «una tacita de plata», y si algún defecto pudiera señalarse, no sería otro que el de haberse prodigado sobradamente los adornos».


La prensa del momento también lo calificó como «el primero de los coliseos de España con pocos rivales en el extranjero». Todo Madrid, aquel Madrid de la inminente Restauración -período político de nuestra Historia desarrollado entre 1874 y 1931 y denominado así por el regreso de la monarquía borbónica tras el conocido como Sexenio Democrático-, esperaba con ansia la inauguración de este templo de la cultura que finalmente abrió sus puertas el 23 de noviembre de 1873. La representación inaugural fue de carácter privado y exclusivamente dedicada a las corporaciones científicas, literarias, artísticas y a la Prensa de Madrid; corrió a cargo de la compañía del notabilísimo actor Manuel Catalina, primer empresario y director del Apolo y en cuya compañía figuraba la eminente actriz Matilde Díez o el excelente intérprete Antonio Vico, miembro de la célebre saga teatral. Durante tan señalada velada se pondría en escena una sinfonía compuesta por Núñez Robres para tal ocasión, seguida de una solemne poesía de Gaspar Núñez de Arce leída por el propio Catalina, con la representación a continuación de la comedia de Calderón de la Barca, Casa con dos puertas y finalmente la pieza en un acto de Bretón de los Herreros titulada Ella es él.


A lo largo de sus 56 años de historia, acogería a las primeras figuras del arte dramático y lírico. Y aunque el primer propósito del imponente coliseo era representar comedia española, parece que, como toda empresa que se precie, sus comienzos fueron difíciles, debido a su relativa lejanía del entonces centro de la ciudad -aspecto que hoy nos parece ridículo-, al precio excesivo de las entradas o a la programación inicial, llegando a arruinarse incluso varios empresarios. En su primera década de existencia se probó también con los montajes dramáticos y fueron frecuentes y sonados los pateos durante muchos de los estrenos.


Poco a poco, el Apolo corregiría su rumbo hasta convertirse en el referente principal de la zarzuela y ganarse el sobrenombre de «catedral del género chico». Esta denominación lamentablemente muy extendida hay que considerarla incorrecta para referirse a nuestra tan querida zarzuela pues, por una parte, lo de «chico» define exclusivamente a las piezas breves cuya duración es de un solo acto, propias del entonces conocido como «teatro por horas» pero nunca a su categoría como género menor y tampoco a las composiciones más extensas, próximas a la ópera grande, aunque se enmarquen todas bajo el mismo término erróneo. Las clases populares se vieron reflejadas en este nuevo tipo de teatro que conectaba de manera directa con la sociedad española de entonces pues se trataba de espectáculos que mostraban los temas de actualidad a precios asequibles, permitiendo así la afluencia de un público más amplio.


También en aquellos tiempos se hizo muy popular «La cuarta de Apolo», llamada así a la última función de cada jornada teatral, que comenzaba a partir de las doce de la noche con obras más atrevidas y a la que asistía un público más pícaro y frívolo, compuesto por algún que otro caballero cuyo único propósito era alternar a la salida con alguna vicetiple en el cercano Café de Fornos también desaparecido. Fue durante la temporada de 1895, cuando el Ministro de la Gobernación, Juan de la Cierva, acabó con aquella última sesión, prohibiendo que cualquier representación teatral finalizase después de las doce y media de la noche. De la polémica medida, surgió la función de tarde que comenzaba a la siete.


Sobre las tablas del elegante Apolo se estrenaron títulos inmortales de nuestra zarzuela como La verbena de la Paloma en 1894, La Revoltosa en 1897, Agua, azucarillos y aguardiente también en aquel año o Doña Francisquita en 1923 entre una infinidad de inolvidables piezas. Tras más de medio siglo ofreciendo una atractiva programación, el 30 de junio de 1929, con enorme pesar por parte de intérpretes y público, se llevó a cabo la última representación de su intensa historia. A ella asistieron todos los cantantes, actores, compositores y libretistas que habían tenido alguna vinculación con aquel recinto casi sagrado.

En esta función especial y acompañados por la orquesta del maestro Eduardo Fuentes, se interpretó una selección de fragmentos de títulos que en su día habían cosechado allí sonados triunfos como las ya citadas La verbena de la Paloma o La Revoltosa y otros como El puñao de rosas y El santo de la Isidra. También se representó una obra breve de Casero, Asenjo y Torres del Álamo titulado La señá Rita y su hombre. Algunos de los intérpretes que participaron en esta emotiva despedida fueron Pepe Moncayo, Selica Pérez Carpio, Charito Sáez de Miera, Carmen Andrés, Jesús Navarro o Pilar Perales.


El crítico Víctor Ruiz Albéniz alias «Chispero» y abuelo del político Alberto Ruíz-Gallardón, aseguró que «puede jurarse que ni un solo madrileño de más de 12 años de edad había dejado de aplaudir algún sainete en el Apolo» mientras que el cronista Pedro de Répide, al hilo de este triste capítulo del teatro español escribió: «Ceniza. Escombro. Polvo. Nada. Pero no es un pedazo de Madrid que se va. Es un pedazo que le arrancan. Y cuando caigan estos muros donde anidaron tantos sentimientos, al ver la oquedad del sitio donde el Teatro Apolo estuvo, todos sentiremos el horror de que a Madrid le han quitado algo de su entraña, y este será un vacío que no se puede llenar con nada, porque era alma y era ilusión al tiempo que era sangre fluida y carne palpitante».


Después, y aunque se garantizó que no se derribaría, el edificio fue demolido para construir la sede del Banco de Vizcaya que, actualmente, ocupa el Área de Gobierno de Hacienda y Administración Pública del Ayuntamiento de Madrid. Una placa municipal recuerda que allí estuvo el añorado teatro. Tres años más tarde, en 1932, los mismos empresarios del Apolo inaugurarían en la plaza de Tirso de Molina, entonces llamada del Progreso, otro teatro con el nombre de Progreso hasta que en la década de los ochenta, cambiaría finalmente su nombre al de Nuevo Apolo -en recuerdo al de la calle de Alcalá- y, donde afortunadamente, hoy se siguen ofreciendo espectáculos escénicos. Y es que fue tal la popularidad del emblemático edificio que incluso se llevó al cine en 1950 -aunque recreado en estudio pues había sido destruido más de dos décadas atrás- en la película titulada precisamente Teatro Apolo, que dirigió Rafael Gil y protagonizó la estrella mexicana Jorge Negrete.

 

Ciento cincuenta años después de su extinción, aquel teatro de Apolo madrileño que fue bastión cultural indiscutible de nuestra ciudad, no es, desgraciadamente, ni siquiera un lejano recuerdo pues su leyenda desapareció entre las grietas del tiempo y la desmemoria de los que llegaron después. 


Reportaje dedicado a don Fernando García de la Vega, pionero de la realización televisiva en España y uno de los máximos expertos y divulgadores de la zarzuela.




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