Lejanas noches de whisky, jamón y palmeros

Carlos Arévalo

A diferencia de los tiempos actuales en que apenas se encuentran en Madrid entre semana, bares abiertos y animados por las noches, hubo una época en que existían varias opciones a elegir para seguir la juerga hasta altas horas de la madrugada. Una de ellas eran las ventas, lugares algo apartados del centro de la ciudad donde algunos señoritos contrataban flamencos para que les amenizaran la velada. Quizá la más famosa y recordada fue la popularmente conocida como Venta de Manolo Manzanilla, en realidad llamada Venta de La Rábida, sita en el kilómetro 12 de la carretera de Barcelona. La abrió en los años cincuenta un cantaor llamado Manuel Terrón Ponce, conocido artísticamente como Manolo Manzanilla por ser natural de dicho municipio onubense. 
De familia humilde, «El Niño Manzanilla» como le llamaban al principio, no tuvo otro remedio que empezar a cantar en bares y tabernas de mala muerte, luchando como buenamente podía contra las estrecheces y colaborando así en la frágil economía de su casa. Se marchó a Sevilla en busca de suerte y llegó a actuar en sitios muy importantes del mundillo flamenco como la Venta del Charco de la Pava, donde también dejaron un pedacito de su arte el padre de Manolo Caracol al que llamaban Caracol «el del bulto», el Cojo de Huelva y muchos otros. Finalmente, ya casado, se trasladó a Madrid con su mujer Dolores González, donde la situación fue mejorando. 

Anuncio en ABC de una actuación de Manolo Manzanilla.
Pinitos como cantante y actor 
En los años cuarenta, Manolo Manzanilla cantaba en prestigiosas salas de la capital como Villa Rosa -no la de la Plaza de Santa Ana sino la que estaba situada en el distrito de Hortaleza con un hermoso jardín y piscina-, y en la década de los cincuenta pisó escenarios como el de Morocco, lo más chic del Madrid de entonces.

El andaluz llegó a grabar algunos discos en sellos como Regal, Odeón o Columbia en los que interpretó fandangos de Huelva, seguidillas gitanas y otros palos del flamenco que se le daban francamente bien. También formó parte de compañías de baile como la de Rosario y Antonio,  la de José Greco o la de Pilar López, y participó en tres películas: 
Brindis a Manolete (F. Rey, 1948), Duende y misterio del flamenco (E.Neville, 1952) y Viaje romántico a Granada (E. Martín, 1955).

Uno de los discos de Manolo Manzanilla.
Flamenco de cuarto
La venta que regentaba pronto se convirtió en un referente de la noche un tanto chocante pues no hay que olvidar el férreo control policial que existía en España para evitar conductas escandalosas, estraperlo y horarios insanos. Todo era cuestión de tener de mano a los que mandaban, por lo general cómplices de aquellos colmaos semi clandestinos como el de Manzanilla, que era un hombre muy bien conectado. Cada noche a partir de la madrugada aparecían por allí artistas, periodistas y bohemios en general, que disfrutaban de las juergas flamencas entre vinos olorosos, whiskys y platos de jamón.

El establecimiento era una modesta casita aislada, y contaba con una estancia principal que recreaba un patio andaluz con zócalos de azulejos que comunicaba a través de un pasillo con varios cuartos privados, a modo de reservados, donde los músicos tocaban y cantaban para los que solicitaban sus servicios. Eran habitaciones espaciosas con sillas para clientes y cantaores y mesas para dejar las botellas y la comida que servían. En el patio esperaban los artistas a ser llamados y, los primeros clientes que llegaban tenían la ventaja de verlos a todos y poder elegir su cuadro. La generosidad de los toreros era la más estimada en este tipo de fiestas. Si el cliente era forastero, calculaban la tarifa por la nacionalidad. Los americanos eran los más deseados por su poder adquisitivo, y los franceses los menos por su racanería. En un buen mes podían sacar hasta doce mil pesetas, y en uno malo, unas tres mil quinientas.

Gitanos y payos como José Cepero, Enrique Orozco, Niño Vélez, Rita Ortega, El Morayto, Manquillo de Jerez, Rosita Durán, Pericón de Cádiz, Cojo Madrid o Rafael Romero eran algunos de los flamencos más solicitados de la venta de Manolo Manzanilla. Generalmente trabajaban en tablaos de Madrid y cuando éstos cerraban, o bien iban directamente por algún cliente que se lo proponía o simplemente se dejaban caer por allí y esperaban la llegada de los pudientes para irse a casa, ya de día, afónicos los cantaores, y con los dedos destrozados los guitarristas pero con un dinerito extra en el bolsillo que hacía mucha falta.
Una de las escasas imágenes que se conservan del interior de la Venta de Manolo Manzanilla publicada en ABC en 1954.






Juergas hoy impensables
A partir de la una ya se escuchaban, tras alguna puerta, los primeros rasgueos de guitarra y cantaores que se arrancaban por soleares o por alegrías calentando la voz mientras los clientes comenzaban a calentar sus gargantas. Rostros muy conocidos como Fernando Fernán GómezPaco Rabal, la incombustible Ava Gardner o Lola Flores, fueron algunos de los asiduos de aquel templo nocturno y festivo del que lamentablemente no queda nada. 
Sólo ahora sale a relucir este lugar gracias a algunos testigos que conservan lejanas vivencias de aquellas fiestas interminables, como el periodista Raúl del Pozo que en los años sesenta se tomó allí unas cuantas copas junto a compañeros de batallas como el dramaturgo Juan José Alonso Millán: «Pregunta, pregúntale a Juanjo que probablemente él se acuerde de más cosas que yo». Efectivamente, el brillante autor teatral posee una memoria de elefante y relata con precisión lo que sucedía cada noche entre aquellas paredes:

«¡Raúl, que es un tío muy divertido, y era muy guapo y ligaba mucho, venía muchas veces con nosotros, sí, éramos unos golfos! Cenábamos en sitios como Riscal, donde comías unas paellas buenísimas, y por allí aparecían artistas como Porrina de Badajoz y otros. Los que tenían dinero les decían por ejemplo: Queremos un cantaor, tres guitarristas y un bailaor. Y los contrataban para llevarlos a Manolo Manzanilla. Y ya empezaba la noche madrileña, que era maravillosa pero se ha perdido. Ya no hay noches ni hay nada y sino pregúntale a algún taxista viejo que te encuentres
En la carretera de Barcelona había una serie de pequeños chalets que se convirtieron en restaurantes y uno era el de Manzanilla. Entonces íbamos porque era de los pocos sitios que estaban abiertos. Para los que nos gustaba el flamenco, o más bien, la juerga, era una forma de pasarlo bien con actores y actrices alargando la noche, cosa que hacíamos con frecuencia en aquella época. Funcionaba de la siguiente manera: 
A partir de las dos de la mañana más o menos, o llevabas tú a unos flamencos o Manolo te los buscaba. Llegábamos, nos asignaba uno de los seis cuartos que creo que había y volvíamos a cenar allí. El restaurante era muy limitado, había jamón, queso, tortilla y la especialidad, que era conejo al ajillo. Generalmente a los que actuaban también se les daba algo de comer. ¡Lo pasábamos fenomenal! Figúrate, en un cuarto bebiendo, comiendo y escuchando flamenco, aquellas letras maravillosas de Machado y de toda esa gente.
Además de Raúl también venían con frecuencia Rabal y Fernán Gómez. Como anécdota recuerdo que Fernando que nunca tuvo coche, iba siempre en taxi y lo dejaba esperando en la puerta las cuatro o cinco horas que estábamos allí, hasta que amanecía. ¡A veces hasta se olvidaba de que tenía el taxi fuera!
Todo aquello se ha perdido y por una razón: Hoy hacer eso no sé lo que costaría, sería impensable preparar así entre pocos amigos una juerga con tres o cuatro flamencos de moda pero entonces lo hacíamos casi a diario con el dinero que teníamos en el bolsillo. No digo que fuera una cosa al alcance de todo el mundo pero sí de unos locos del teatro y el cine. ¡Eso mismo hoy podría costar millones!»

Vivencias épicas
El desaparecido periodista y editor del semanario El Caso, Eugenio Suárez también fue un habitual de la legendaria venta: «Sólo me acuerdo de que yo le echaba whisky al coche y ya sabía ir solo», me confesó una vez. Otro que pasó por allí fue el publicista, promotor y cronista Enrique Herreros, que siempre cuenta una divertida anécdota ocurrida en unos días de descanso del rodaje de Carmen, la de Ronda (T. Demicheli, 1959), que se filmaba en los cercanos estudios CEA. Dos de los protagonistas, Maurice Ronet y Jorge Mistral aparecieron por la venta en la madrugada de un sábado y no salieron ¡hasta el lunes por la mañana! Parece ser que el Cojo de Madrid que era el artista al que le tocó entretenerlos, le decía a Ronet: «¡Don Maurisioo, no puedo má, estoy asfisiaao!».

Sucursal en Almería
Todavía con la venta de la carretera de Barcelona en funcionamiento, en 1963 Manolo Manzanilla abrió otro negocio llamado igual en Almería en los bajos del Edificio Playa, equipado con tablao y sala de fiestas. Allí actuó lo mejor del flamenco patrio desde Fosforito a los Habichuela, pasando por Perlita de Huelva o Chiquito de Málaga. Entre la selecta clientela se recuerdan a numerosos artistas internacionales como Clint EastwoodBrigitte Bardot o John Lennon que celebró allí su 26 cumpleaños cuando estaba rodando en tierras almerienses la película Cómo gané la guerra (R. Lester, 1967) . En los años setenta los tiempos cambiaron, aquellas costumbres entraron en declive y se cerró el negocio que ya se había reconvertido en un local de alterne.

Cartel de La otra mujer.
El choque de Rabal y Penella
Ya clareaba el 24 de diciembre de 1963, cuando el citado actor Paco Rabal regresaba a su domicilio conduciendo su Mercedes blanco con la actriz Emma Penella de copiloto por la autopista de Barajas. Era entonces cuando rodaba la película La otra mujer (F. Villiers, 1964) y habían rematado en Manolo Manzanilla una de sus largas noches junto a algunos amigos como Sancho Gracia que también participaba en dicho film o José María Ruiz-Gallardón (padre del que fue ministro y alcalde de Madrid). El caso es que a la altura del kilómetro 4,4 en sentido Madrid, se estrellaron repentinamente contra un camión Pegaso, perdiendo el conocimiento prácticamente en el acto. A Emma el accidente le causó leves contusiones pero Paco casi no lo cuenta. Se rompió la pierna y el brazo izquierdo y sufrió dos graves heridas en la cara que se quedaron con él para siempre en forma de cicatrices, engrosando así el mapa de su piel curtida en mil aventuras que, afortunadamente, pudo seguir contando muchos años más.
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