La encantadora decadencia de Oporto

Vista de la ciudad de Oporto y su colorida Ribeira desde la orilla de enfrente que pertenece a Vilanova de Gaia.


Texto y fotos: Carlos Arévalo

Los azulejos ajados colorean las primeras fachadas de la ciudad de Oporto al entrar por la salida de la autopista A3 desde Galicia. Es la estética inconfundible de Portugal, un país que respeta sus tradiciones y que siempre recibe al visitante con ejemplar amabilidad, como quien encuentra de pronto a un vecino al que hace tiempo que no ve pero que estima de verdad. Oporto es un escenario eternamente bohemio y añejo, en el sentido seductor del término, como sus vinos tawny, amarronados, dulces y viejos, que se beben a sorbos cortos, sin prisa, como si en cada trago se adquirieran mililitros de sabiduría y secretos ancestrales.


¡La exquisita Francesinha!
A la vuelta de cualquier esquina y sin ninguna dificultad, uno observa que se encuentra en un lugar inundado de historia y de romanticismo aunque desgraciadamente también abarrotado de turistas. El vetusto tranvía de madera conservado y adaptado a un trayecto mínimo– recorre algunas de las agotadoras cuestas empedradas  trasladándote hasta la época modernista, aún evocada en la arquitectura de muchos inmuebles. El viajero se pierde concienzudamente en sus recoletas plazas atraído por los aromas de las pastelerías y tasquitas que sirven cafés y productos de repostería verdaderamente excelentes. El más hambriento se sorprenderá gratamente al descubrir las francesinhas –el plato más típico, sabroso y calórico de la zona inventado en los años cincuenta por un tal Daniel David Pinto que había emigrado a París y, fijándose en los sandwiches franceses como el Croque Monsieur, compuso su propio plato con queso, jamón, chorizo, salchicha, carne y bacon, bañándolo todo en una rica salsa y añadiéndole un agradable toque picante–. Sencillamente, deliciosas.

Calle con la torre de los Clérigos al fondo.
Oporto, con una población de algo más de 237.000 personas, se mantiene prácticamente igual que siempre y esa es la clave de su atractivo, su encantadora decadencia. Decía el poeta portugués Luís de Camões que «cambian los tiempos y cambian las voluntades» pero aquí todo parece haberse detenido. Incluso el tiempo. El ambiente de Porto, dicho en esta lengua melódica y amorosa, está impregnado de nostalgias y sonidos, y también de edificios abandonados y comercios cerrados. 
Los graznidos desafinados de las gaviotas no logran ocultar la música bella del fado y de las canciones populares. «Oporto riega en vino rojo sus laderas, de flores rojas va cubierto el litoral, verde es el campo, verde son sus dos riberas…los dos colores de la enseña nacional», se cantaba en aquel pasacalles titulado Estudiantina portuguesa que tanto hemos escuchado en los espectáculos de revista.
Fue otro genial literato portugués, Fernando Pessoa, el que escribió aquello de que «Dios ama, el hombre sueña y la obra nace». En este caso, son seis los majestuosos puentes que cruzan precisamente esas dos riberas portuenses bañadas por el río Duero aunque es el de Don Luis I construido por el ingeniero alemán Théophile Seyrig  –socio del universal Gustave Eiffel, el más fotografiado con el imponente y austero monasterio de la Sierra del Pilar enfrente. La torre de Los Clérigos es la otra construcción elevada a la categoría de símbolo local pero también merece la pena recorrer interesantes puntos del callejero como el palacio de La Bolsa, la catedral y su mirador, la iglesia de San Francisco, la de Los Carmelitas, la plaza de La Libertad, la estación de San Benito o algunos de sus teatros clásicos. Como uno no concibe las esperas casi kilométricas de turistas sin criterio, lamentablemente hay que saltarse dos paradas que en condiciones normales merecerían la pena: El café Majestic y la librería Lello. El primero es un rincón con aires decimonónicos donde la inspiración parece siempre sentarse a tu mesa. La segunda es una hermosa tienda de libros –la propia J.K. Rowling se basó en ella para situar uno de los escenarios de Harry Potter–, en la que la magia sube y baja a cada instante por su bruñida escalera de madera.
Terrazas abarrotadas de turistas junto a la plaza de la Ribeira, una de las zonas más concurridas de Oporto.
Por la tarde es un buen plan el de visitar alguna de las numerosas bodegas de vinos de Oporto en la ribera de enfrente, perteneciente al municipio de Vilanova de Gaia, que, iluminada al anochecer, parece una sucursal de Las Vegas en cuanto a los reclamos publicitarios luminosos de las distintas marcas vinícolas. Para disfrutar un poco más de la gastronomía y la esencia del lugar, es una acertada opción, la de deshacer el camino desde la otra orilla y regresar dando un agradable paseo para cenar en alguna de las tabernitas con terrazas de los alrededores de la pintoresca Ribeira –imprescindible reserva previa–. Allí se pueden probar sabrosos platos como el bacalao y el pulpo en sus diversas recetas –el estilo lagareiro es el más habitual– regados siempre con un buen vino verde bien frío. 
Vista nocturna del impresionante puente de Don Luis I y el Monasterio de la Sierra del Pilar desde una callejuela de Oporto. 


Al día siguiente, la salida de la ciudad coincide con la llamada a misa de unas campanas cercanas. De vuelta a casa, mientras quedan atrás las paredes desconchadas y los tejados medio derruidos habitados por gatos callejeros, se filtra desde alguna ventana entreabierta o quizá desde nuestras cabezas, la eterna voz de Amalia Rodrigues entonando aquello de Abril en Portugal, banda sonora perfecta para este mes recién inaugurado que, tras visitar el país vecino, nace irremediablemente empapado de saudade.

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