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Cesáreo Estébanez fue uno de los actores españoles más entrañables. |
Carlos Arévalo
Estaba apostado en la barra del sótano del pub Torero en la madrileña calle de la Cruz -donde viví y bebí tantas noches inolvidables- cuando lo vi nada más bajar la angosta escalera. Entonces yo paraba casi a diario en aquel garito que era para mí el sancta sanctorum de la que podríamos llamar bohemia postmoderna en términos cursis.
-¡Niño, no me llames de usted!
Que te acuerdes de mi nombre ya es raro pero que encima sepas el apellido,
tiene cojones, me espetó.
Tomamos una copa y, livianamente, hablamos un rato. Atesoraba incontables horas de oficio e impagables vivencias sobre las tablas que, al fin y al cabo, es lo que verdaderamente cuenta en esta bendita profesión aunque en aquel momento, para mí, como para tantos millones de españoles era, sobre todo, el simpático agente Romerales de Farmacia de Guardia que en los años noventa fue imprescindible en mi niñez y me hizo feliz durante tantos jueves.