De Madrid a La Coruña en busca de la primavera

Vista de las playas de Riazor y el Orzán desde el paseo marítimo de La Coruña.


Texto y fotos: Carlos Arévalo

Día 25 de marzo de 2018, domingo de Ramos. La ciudad amanece con un sol radiante que luce, al menos, hasta el mediodía, hora en que el viajero inicia su trayecto. El coche, un turismo azul metalizado y con unos cuantos años ya, está preparado desde el día anterior: El depósito lleno de gasolina, la presión de las ruedas comprobadas y el equipaje listo. En un compartimento interior hay agua fría y chicles para refrescar el camino; también un puñado de discos de música melódica pues el viajero no suele escuchar la radio en distancias largas. Conoce perfectamente la ruta entre Madrid y La Coruña porque la ha hecho decenas, quizás cientos de veces; es un viaje agradable pero habitual. Con la mejora de la red de carreteras españolas, desde hace muchos años, ya no se pasa por los pueblos; así desgraciadamente se pierden anécdotas pero afortunadamente, se gana seguridad.



Es a la altura de la Puerta de Hierro, parrilla de salida de la Cuesta de las Perdices, donde el viajero pone su reloj y su cuentakilómetros en marcha aunque no abre la ventanilla por miedo a que se le escape la primavera. Son las 13:30 horas y hay pocos vehículos en la carretera. Pronto se ve a la derecha, sobre los peñascos de Torrelodones, el palacio del Canto del Pico, construcción de apariencia hechizada y llena de historia. Allí murió, repentinamente en 1925, el político Antonio Maura, sirvió de sede al Mando Militar Republicano durante la guerra civil y perteneció posteriormente al general Franco. Un poco más adelante pero en la mano izquierda, está la torre de Los Lodones, familia que dio nombre a tan ilustre municipio y que el viajero apoda cariñosamente «el castillito». La gran cruz del Valle de los Caídos marca solemnemente el territorio colindante mientras Madrid va quedando irremediablemente atrás. El paisaje semiurbano desaparece para dar paso a la naturaleza caprichosa y silvestre.
Al llegar al túnel de Guadarrama, el panorama soleado madrileño se convirtió en un paisaje helado y gris.


El túnel del Guadarrama se asemeja hoy al túnel del tiempo pero no en el sentido cronológico sino en el meteorológico pues las nubes negras empujadas por el viento racheado, oscurecen las alturas de una sierra moteada por la nieve. Los paneles electrónicos de la autopista anuncian previsión de nevadas. Adiós al sol y a las gafas. El viajero sube de pronto el volumen de la música, le toca el turno a una canción que le gusta: «Cómo llenar mi tiempo». Desde que salió de la capital suena la poesía nostálgica y enamorada de Jose Luis Perales. Pinos y matorrales flaquean el camino durante un largo trecho. Tres cigüeñas revolotean al cruzar el río Voltoya, son hermosas pero no hay tiempo para la distracción. El peaje del Guadarrama evita subir el sinuoso puerto y sirve de antesala a la llanura castellana que se antoja extensa, monótona y entumecedora. Para combatir esta situación, un ejercicio recomendable y educativo es fijarse en los nombres de los pueblos aunque ya no se pase por ellos. La señal que indica salida 102 pone Sanchidrián, Salamanca y Jemenuño; éste último le hace gracia al viajero. En lontananza se divisan apiñados grupos de árboles, desnudos, como impasibles ante la aparición de la primavera hace tan sólo cuatro días. Más letreros que avisan de las ciudades importantes de Castilla y León: Valladolid, ciudad monumental; Palencia, tierra de campos; Zamora, ruta de la plata; León, ciudad histórica…

Una bandada de pájaros –el viajero piensa que son gorriones pero no le ha dado tiempo a verlos bien y probablemente sean  golondrinas– dan la bienvenida de nuevo al sol, que penetra tímido y amable por el cristal del coche, obligando al conductor a ponerse otra vez sus gafas. Al pasar por la desviación de Olmedo, nadie puede evitar pensar en el legendario caballero que cabalgaba por estos lares en la imaginación de pretéritos literatos como Lope de Vega, que trasladó el mito al papel. Después aparece Arévalo, el pueblo con el que el viajero comparte apellido y en el que, no se sabe por qué, jamás se detiene. El abanico de tierras pardas se intercala con el de una amplísima gama de verdes pero sin llegar a mezclarse jamás, como si estuvieran dibujados en paletas diferentes.

Es el momento de atravesar las interminables rectas que se inician a la altura del pueblo de Orbita y que invitan a experimentar un rato adormecedor. Para evitarlo hay que beber agua y cambiar el disco por el de Sergio Dalma. Suena entonces «Yo caminaré» y el volumen vuelve a subir.  Las provincias de Ávila y Segovia se entrelazan varias veces como lenguas de una misma cabeza de dragón. Al cruzar el río Adaja, el viajero advierte que el vehículo de delante lleva un remolque cuadrado que transporta caballos de una empresa de Pontevedra dedicada a la cría; es el primer vínculo que encuentra con Galicia. Los inmensos armazones metálicos que conforman la estructura de la red eléctrica parecen robots sin cabeza. Nada más pasar los municipios de Honquilana y San Pablo de la Moraleja comienza la provincia de Valladolid y sus inherentes hileras de viñedos. No pasan desapercibidos los rótulos luminosos –aunque a estas horas estén apagados de los clubs de carretera generalmente ubicados juntos a los polígonos industriales y tampoco los sistemas de riego automáticos sobre los campos de cultivo. Se ven iglesias tristes y medio derruidas cuyas benditas piedras yacen abandonadas a su suerte sobre las huertas fértiles e inmisericordes.

Carretera principal de Rueda, la villa del vino blanco.
Cada ciertos kilómetros, pequeños postes amarillos y azules con una vieira dibujada indican el paso de uno de los múltiples caminos de Santiago por este trazado. El viajero divisa el imponente castillo de La Mota perteneciente a Medina del Campo y, casi a la vez, una casa destartalada sobre cuya vieja fachada reza con letras despintadas el nombre de mimbrera, prácticamente en desuso. Las tradicionales bodegas y viñas conviven en estos pagos con los gigantescos postes de energía eólica y los paneles fotovoltaicos. En la salida 170, toca hacer un alto en el camino. El viajero se desvía levemente de su itinerario para entrar en la villa de Rueda, tierra del vino blanco. Continúa unos metros por la carretera principal del pueblo sobre cuya acera izquierda se apiñan innumerables comercios de degustación y venta al por mayor y menor de vinos, quesos y jamones, y finalmente se detiene frente a una taberna típica de la zona, austera y húmeda, denominada El Museo del Jamón donde siempre para; allí da buena cuenta de un reparador bocadillo de cecina y una botella de agua. Lo suyo sería beber un par de vasos de vino del lugar pero todavía queda mucho viaje y no procede. Al reiniciar la ruta, advierte la presencia de varios agentes de la guardia civil a la salida de Rueda que, aunque no le dan el alto, le hacen sonreír aliviado para sus adentros por haber sido cauto en su comportamiento.

En Urueña hay doce librerías para doscientos habitantes.
El Duero baña, caudaloso, la vega de Tordesillas; al rato, al advertir los carteles que anuncian Villalar de los Comuneros, se abren necesariamente los libros de Historia en la cabeza del viajero que recuerda como si fuera ayer, el día que aprendió en el colegio el trágico episodio que tuvo lugar allí en 1521: Padilla, Bravo y Maldonado fueron ajusticiados. Aquel pensamiento fúnebre se torna alegre un instante más tarde al pasar por la salida que indica el pueblo medieval de Urueña, villa del libro, la localidad con mayor número de librerías por habitante de España -doce establecimientos para una población de doscientas personas- y donde, desde hace años, vive como un monje, el ilustre investigador y artista, Joaquín Díaz.
Las nubes limpias se dibujan sobre un cielo cómplice e iluminador de los siglos cansados que avejentan y tiñen esta bella piel de toro. Las ventas modernas y las estaciones de servicio impersonales y asépticas ponen la nota discordante de fealdad al paisaje. Algunos baches y roturas en el firme de la calzada baquetean el coche antes de pasar por Paradores de Castrogonzalo, otro de los términos municipales que el viajero añade a la lista de topónimos llamativos. Al alcanzar Benavente, donde se sitúa la mitad aproximada del trayecto, se vislumbra otro nuevo paisaje constipado por los vecinos vientos de Galicia y León que hielan sus valles con altas dosis de invierno. Poco antes del desvío hacia La Bañeza y Puebla de Sanabria, una aldeíta como sacada de un cuento salpica un montículo irregular y pardo con sus casas-bodega medio enterradas mientras un joven pastor guía a un rebaño de unas veinte ovejas. Toca extremar la precaución ante el tupido manto de nieve que cubre las montañas leonesas que se resisten a saludar a la primavera. Después aparece otro pueblo mítico, Astorga, atravesado por el río Jerga, donde el cocido maragato y la cecina no necesitan presentación.

Hoy no hay lugar para el rock and roll; los discos, que no cesan, son de voces románticas como la del desaparecido Carlos Cano que cura las heridas del alma con canciones como la que canta el viajero, a dúo con el andaluz: «Tani». La música condimenta la provincia de Zamora con un toque de azahar sonoro que, por un minuto, la transforma en el patio de los leones de La Alhambra. La nieve salpica los pinares y llega hasta el borde de la carretera, amedrentando como un lobo estepario a todo el que pasa por allí. La jornada transcurre ahora cerca de Ponferrada y su entorno de color rojizo, preámbulo inconfundible de las vetustas Médulas. De pronto, allá, en lo alto, un toro de Osborne llama la atención del viajero por ser totalmente atípico en la zona; y, como asumiendo que ha perdido a su manada, vigila impertérrito el estado del tráfico.  
La nieve, una de las protagonistas principales en la carretera de La Coruña, a pesar de la reciente llegada de la primavera.


Al dejar atrás Villafranca del Bierzo, la gasolina agoniza. Hace rato que se ha encendido la reserva y el viajero, que tiene la insana costumbre de apurarla hasta el final, ha hecho caso omiso; en la próxima gasolinera toca repostar. Luego comienza el tramo de viaductos que anteceden al puerto de Piedrafita, una faraónica obra de ingeniería digna de admiración. Los milanos sobrevuelan las últimas pallozas y la tierra gallega comienza a adueñarse de la orografía. Los Ancares, vastos y salvajes, abren sus fauces de ramas y escondites a todo aquel que osa atravesar sus frondosos parajes. 
Uno de los indicadores a la entrada de la ciudad.
Como casi siempre, al llegar a Lugo, se abre la alargada trampilla panzuda y húmeda de su cielo gris y se desencadena la lluvia. Galicia huele a eucalipto, a tierra mojada y a mar indomable. El destino no es Santiago como la canción de Los Tamara sino La Coruña pero igualmente el viajero va «subiendo montañas, cruzando valles, siempre cantando; el verde le acaricia porque a Galicia ya está llegando…». Las meigas se adivinan entre la niebla que emana del Mandeo a su paso por Betanzos. Las rías altas son ya una realidad dentro del paisaje que dejará marcado para siempre a todo aquel que lo visite.  Y por fin, La Coruña, con su playa de Riazor, su calle Real y su torre de Hércules, el faro en activo más antiguo del mundo, Patrimonio de la Humanidad. El viajero ha llegado, como decía el slogan turístico, a la «ciudad en la que nadie es forastero». Nada más bajarse del coche, abre su paraguas negro mientras piensa lo difícil que va a ser encontrar la primavera.


Datos del viaje:

Distancia: 590 kilómetros
Duración: 5 horas 30 minutos
Coste: 93, 60 € (Gasolina: 72,30 €/ Peajes: 14,30 €/ Almuerzo: 7 €)
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